No soy quien para opinar acerca de la pertinencia de la decisión política que elimina el monopolio de la transmisión futbolística en manos de un multimedio para arrojarlo en manos de otro, perteneciente al Estado. En otros tiempos tendía a creer que todo debía concentrarse en esas manos, que representaban las del pueblo, o al menos la de sus sectores de vanguardia, pero mi entusiasmo por esa perspectiva se enfrió un poco cuando me enteré de que Lenin había entregado la explotación de la zona petrolera de Bakú (demasía a la que jamás se hubiera atrevido el autócrata folclórico Nicolás II) a manos inglesas y americanas, con el propósito de desarrollar o inventar a posteriori de la revolución, al proletariado que presuntamente la había hecho y la justificaba. Las cosas son más complejas de lo que parecen.
En este punto, entonces, tampoco me siento capacitado para evaluar la oportunidad de regalarle seiscientos millones de pesos al año a la conducción de la AFA, que hasta el presente demostró no haber sabido negociar la venta de su capital simbólico (la exhibición de piernas de deportistas del género masculino), justo cuando la eliminación de los subsidios a los servicios públicos precipita una catarata de boletas impagables. ¿Será que el Gobierno está castigando a la clase media que no lo votó, mientras cree que así halaga el gusto de las clases bajas que en gran medida tampoco lo votaron debido a motivos que los intendentes del Conurbano bien hubieran hecho en explicarle al candidato derrotado del PJ? En cualquier caso, estoy lejos de poder estimar si finalmente el monopolio público del seguimiento de la número cinco redituará alguna clase de beneficio económico o simbólico al país, y tampoco soy capaz de interpretar si esa cepillada a uno de los negocios de Clarín expresa el comienzo de un contraataque del kirchnerismo o es una prueba más de que está en retirada, pero sí me permito afirmar con toda soltura que, en este punto, el Gobierno se ha quedado a mitad de camino.
Me explico: la proliferación de transmisiones, repeticiones, ediciones, selecciones y compilados del arte del balompié, así como los periodísticos con, sobre, y acerca de los sobrepagados ejecutores de esa práctica, lo único que ha servido es para saturar la paciencia de novias y esposas, empobrecer la charla masculina de la mesa de café, y generar múltiples cervicopatías en los inocentes espectadores que día a día tuercen el cuello para atisbar en las mesas de los bares o en la soledad de los hogares el movimiento presuntamente milagroso por el cual un ejecutante deposita una esfera que supo ser de cuero en el marco de un arco de siete y pico de metros de ancho por un par de metros de altura. Todo ello, adornado por la gritería canchera, chabacana, xenófoba y falsamente humorística de una corte de relatores malhablados y en general carentes de elementales conocimientos de sintaxis, lo que sin duda terminó empobreciendo aún más el léxico de las nuevas generaciones de argentinos. Todo esto no ocurriría si el fútbol fuera directamente suprimido de la pantalla. ¿Cuánto no ganaríamos contemplando un espectáculo de ballet, una serie Premium o hasta un jugoso programa de chismes sobre la vida de los idiotas, donde por lo menos contemplamos algún que otro simulacro de inteligencia en funcionamiento, a cambio de asistir durante horas a los dislates de Diego, las hesitaciones de Juan Román, las explicaciones masoquistas del Gordo (perdón, Ogro) Fabián?. Convengamos en que el fútbol es un simulacro de pasión vacía, un acto de fe retórica; su gesta no nos incumbe verdaderamente, triunfos y derrotas no cambian nada de nuestra vida, como no lo cambia ir a rezar por trabajo a San Cayetano.
Un último argumento: la épica. Ver fútbol es de lo más tedioso. Ni siquiera nos redime de la hora y media ritual alguna pirueta clonada de Messi. En cambio, si se retrocediera a los viejos tiempos, cuando los grandes cronistas deportivos transmitían sus relatos por radio… Ahí todo cambiaría… Ausente de nuestra vista, sonando en la radio spika, el relato crecía en dimensiones hasta llegar al nivel de una gesta que nuestra imaginación atribuía a los hechos de los futbolistas, narrados por el locutor. En la supresión está la ganancia. Para elogiar a un músico, famoso por su decoro, por su habilidad para hacer maravillas con pocas notas, en Brasil decían: “Mejor que él, sólo el silencio”. Tal vez sólo se complete lo que esperamos del fútbol, cuando el fútbol pierda su hegemonía, comience su ciclo de disminución, se extinga lentamente y, por fin, alguna vez desaparezca del todo.
*Periodista y escritor.