Finalmente la arriesgada apuesta por una estrategia de presión extrema del presidente de la Generalitat catalana, Artur Mas, instrumentalizando a una masa increíblemente intoxicada por el nacionalismo, ha llegado a su punto de ebullición.
La perplejidad, que provocan a nivel político el inmovilismo estatal y el radicalismo independentista, se aplacará, seguramente, por una negociación final, pero en aquellos que tienen una imagen de Cataluña como una tierra abierta y de vanguardia, la perplejidad se agiganta ante el convencimiento de un gran grupo de personas que cree que es realmente posible la secesión y además que será positiva, creencia que se sustenta en un buen número de mitos de ubicación, evidenciados por el contexto actual donde son sobredimensionados por el estupor y la oposición -a excepción de algunos actores como los pequeños estados bálticos que dejaron apátridas a sus ciudadanos de lengua materna rusa- de la comunidad internacional.
Dichos mitos se catalogarían en 7 tipos: inicialmente, aparecen los reversos, es decir, aquellos de naturaleza histórica, como por ejemplo, el empleo de la omisión acerca de la fuerte necesidad de la Corona de Aragón de unirse con la Corona de Castilla o sobre los objetivos reales de Cataluña en la Guerra de Sucesión Española.
A continuación emergen los mitos intrínsecos, que consideran que los ciudadanos de Cataluña forman una entidad uniforme, lo cual es ampliamente refutado por el hecho de que, pese a las imposiciones institucionales, el castellano sigue imperando en hablantes y en la comunidad autónoma existen variadas identidades nacionales junto a un 13 por ciento de población extranjera.
Luego, para allanar el terreno del debate, emergen los mitos reduccionistas, dirigidos a describir el intrincado y obsoleto método de financiación del estado español como una constante expropiación de los recursos catalanes. Al mismo tiempo, la democracia se conceptualiza solamente como el derecho a votar cualquier cosa y como sea, descuidando además su ejercicio en cuanto al no facilitar ningún mecanismo que garantice una contundente traducción de los sufragios ante un tema de tal importancia, por ejemplo, con la meta de una mayoría cualificada. De otro modo, podría asemejarse a la participación muy común en regímenes totalitarios de votar por aclamación para confirmar decisiones ya tomadas.
En la misma clase, figura el derecho de autodeterminación, que es más propio de un periodo de descolonización en donde se justificaba la voluntad de independencia ante la explotación por parte de la elite de una metrópoli lejana y decadente, que de una región autónoma de un estado democrático con más de 5 siglos de convivencia no originados por conquista, y que más allá de la crisis económica, se encuentra en la era más libre y desarrollada de su historia al estar encajada en la integración supranacional.
Otra herramienta argumentativa es el uso de mitos laterales; comparaciones engañosas como la utilización del ejemplo de Eslovaquia, que se separó de la República Checa en 1993 de común acuerdo-entre políticos-después de la caída del régimen comunista y que recién ingresó a la Unión Europea 11 años más tarde.
Dentro de los mitos anversos, se prevé una futura Cataluña independiente próspera como Dinamarca, aunque se esté más próximo a Serbia en total de población y a Albania en superficie. Además de insistir ofuscadamente, pese a la reiterada y tajante negativa, de que se estará dentro de la Unión Europea. Todo esto, combinado a la fuga constante de empresas y la promesa de abandono bancario, hace vislumbrar un porvenir nada halagüeño.
También subyace cierto aroma imperialista propagado a través de mitos extensivos, al pretenderse que antiguos territorios del Reino de Aragón, como las islas Baleares o Valencia, formen parte del hipotético estado catalán, haciendo aquí confluir el nacionalismo centrifugo con el centrípeto.
Por último, los principales y hasta fundacionales donde se apoyan todos los otros: los mitos de los ajenos, los cuales disponen los sujetos que deben ser diferentes y opresores para dar sentido a la propia singularidad, o sea España y en menor medida Francia.
Todo este aparato mítico se expresaría mediante símbolos, y tras una omnipresencia de banderas, el más llamativo es la negación de una letra; aunque se escriba formalmente en castellano- es difícil borrar a la segunda lengua mundial y a veces hasta los nacionalistas son pragmáticos-, la palabra Cataluña se escribe Catalunya, como si la “ñ” fuera un agente imperialista que contaminase la catalanidad. En este usufructo de imágenes, el facilismo de las calificaciones tergiversadas implica una generalización de la trivialización bastante preocupante: no, los independentistas no son nazis ni el estado español es fascista.
Hay mucho que hacer, reformas apremiantes que necesitan que la esencia capitalina de la Tarragona romana y el antiguo cosmopolitismo de la época aragonesa se reaviven para ponerse manos a la obra desde España en esta ardua construcción polícroma denominada Europa. Todavía se está a tiempo de evitar los destellos cegadores que quieren conseguir una sensatez estrellada contra nuevos muros y fracturas. Aún se puede disipar la perplejidad que flota sobre la alborozadora brisa de la monumental Barcino.
(*) Politólogo.