Leo todo lo que se publica de Marina Tsvetáieva, o acerca de ella.
Sin ir más lejos, el otro día abrí al azar El clan de los insomnes, de Vivian Abenshushan, y como epígrafe de uno de los cuentos aparece una de sus frases perfectas: “Y pronto todos nosotros dormiremos bajo la tierra; nosotros que nunca dejamos a los demás dormir en ella”. Eso alcanzó para que el libro me gustara, dato corroborado, por cierto, cuando leí los cuentos: El clan de los insomnes es un gran manual de relatos deformes, o mejor dicho, de personajes deformados por el insomnio, un poco como aquella frase de Blanchot: “La gente que duerme mal siempre parece más o menos culpable: ¿qué hacen? Hacen presente la noche”. Publicado por Tusquets en México –ciudad en la que en 1972 nació Abenshushan– provoca cierta perplejidad que un libro de esa radicalidad no se distribuya en Argentina. Pero no hay por qué preocuparse: tarde o temprano, la literatura termina quebrando la mano invisible del mercado y encontrando finalmente sus lectores. En cambio, se consigue en las librerías locales Marina Tsvetáieva, mi madre, escrito por Ariadna Efron, obviamente su hija, recientemente publicado por la editorial española Circe. Es absolutamente irritante que la traducción no provenga directamente del ruso, sino de la versión francesa. Así, cada cita de un poema que leemos en castellano pasó primero del ruso al francés y luego a nuestro idioma. ¿Qué estamos leyendo? No lo sabemos, como parece no saberlo tampoco la traductora que, para colmo, nos llena de galicismos como “hablaron de todo y de nada” (típica expresión francesa –“parler de tout et de rien”– que en Buenos Aires traduciríamos como “hablar de bueyes perdidos”) y otros por el estilo, arruinando aún más el libro. Libro, por cierto, ya de por sí poco interesante: Efron se detiene en detalles insignificantes, llenos de lugares comunes sobre la relación entre poesía y vida, como si no lograra asir la complejidad de la obra de su madre. Entre tanto, ¿hace falta presentarla? Marina Tsvetáieva nació en Moscú en 1892 y se suicidó en 1941 en Elábuga, al regreso de un largo exilio, hastiada de la persecución stalinista sobre su familia. Entre medio, escribió poesía, teatro y notas ensayísticas de una infinita ironía triste, casi melancólica, cruzada con una meditación sobre el estatuto mismo de lo poético y del transcurrir del tiempo. Su obra ha sido abundantemente traducida al castellano, incluso en Argentina, donde la editorial Paradiso publicó Cazador de ratas, una serie de largos poemas traducidos por Irina Bogdaschevski. Y si yo tuviera alguna influencia sobre la editorial Anagrama convencería a su editor para que reeditara urgentemente El poeta y el tiempo, mi libro favorito, publicado por ese sello en 1990, traducido directamente del ruso, agotado desde hace años. Allí Tsvetáieva escribe una frase crucial para entender su estética: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde; que no importa de qué se nutra, ni qué busque resucitar, el arte es de por sí mismo avance. Que en el arte no hay retorno, que es movimiento continuo, es decir, irreversible”.