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La política como teatro

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La política de nuestros tiempos parece haberse convertido en una acción tan dramatúrgica como el teatro. En ambos casos los actores implicados actúan (y sobreactúan), escenifican, representan: ríen y lloran, cantan y bailan, pronuncian encendidos discursos, critican, declaran, declaman, proclaman, y todo para el gozo y deleite de sus espectadores, nosotros.

No es una coincidencia menor que los términos “función pública” y “representación” se puedan aplicar por igual a lo que hacen unos y otros, políticos y actores. Así, estar en la función pública consiste en “re-presentar” precisamente eso mismo, que se está en ella. No hay política sin actuación.

En el teatro griego clásico, los protagonistas usaban caretas y lo mismo puede decirse de las máscaras en los rituales africanos de los oficiantes de ritos y conjuros. En nuestro tiempo, lo más parecido a una máscara que exhibe el político es su simple rostro descubierto (y maquillado), pero sometido a todo tipo de mediaciones tecnológicas antes de finalmente llegar a sus públicos.

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Si durante largos siglos se pensó que la esencia del poder era ver sin ser visto, como en el panóptico de Bentham, profusamente analizado por Foucault, hoy la máxima del poder político es ser visto sin ver, básicamente a los ciudadanos. Se trata de exhibirse, en general a través de los medios y las redes sociales, y suprimir toda forma de interacción y contacto personal.

Todo espectáculo –el teatro y la política lo son– exige una forma de distancia entre actores y espectadores, el proscenio. La política mediatizada ha llevado esa distancia a su máxima expresión, la ha vuelto infranqueable y de imposible retorno. Ser vistos sin ver es el (dudoso) privilegio con el que cuentan hoy los actores-políticos, inmunes a las quejas de los beneficiarios de las medidas que imponen.

Este distanciamiento resulta muy necesario puesto que los políticos no sabrían qué hacer en un contacto real. Lo vienen demostrando cada vez que hay un fallo de seguridad en sus séquitos y un espontáneo se les acerca: están aterrados. Todo lo que los saque del discurso oficial calculado al milímetro, de sus lugares comunes, de sus muletillas, los desconcierta hasta el extremo del pánico, incapaces de improvisar.

Son, pues, los políticos actores de libreto, no repentizadores. Y como en toda actuación, los políticos cuentan también con su atrezzo, compuesto por una auténtica saga de innumerables asesores y para todos los temas, sin los cuales temen que todo paso sea dado en falso.

Esta similitud entre la política y el teatro no es necesariamente inútil. El poder necesita ser escenificado de alguna manera para que se cumpla como tal. No hay poder sin mediación dramatúrgica. El problema aparece cuando la necesaria mediación no media también con respecto a algo que está más allá de sí misma, los ciudadanos. Cuando la mediación se vuelve tautología y queda por completo encerrada en su interior.

Cuando esto ocurre, y ocurre con mucha más frecuencia que la deseada, ser visto sin ver se convierte en un problema. Dicen los actores que por efecto de la iluminación no siempre son capaces de ver a su público. Las luces los deslumbran. También deslumbran a los políticos, quienes parecen preferir a toda costa la luz de los focos antes que un apretón de manos.

*Profesor de Etica de la Comunicación, Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.