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La posmodernidad hecha campaña

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Campaña. Es cierto que en los 70 la Argentina era próspera y los debates electorales más profundos. También es cierto que esa sociedad construyó un país intolerante y violento en el que las elecciones eran la excepción. | Pablo Temes

Las campañas electorales ya no son lo que eran, pero tampoco las sociedades lo son. En el país pre y post dictadura, los largos debates televisados, con citas a pensadores y escuelas económicas, eran los que daban rating. Y eran exitosos porque verbalizaban a una sociedad atravesada por las ideas fuertes de la modernidad, como la ideología, la religión y los Estados-nación.

Pero la posmodernidad cambió todo y lo que pasa ante cada nueva elección es un avance más de la sociedad del espectáculo: el impacto de la superficialidad se impone sobre la complejidad de lo profundo.

Peleas 2021. No se trata de un cuestionamiento, sino de una descripción. De hecho, las profundidades conceptuales de la modernidad y los dogmatismos ideológicos y religiosos trajeron demasiadas veces consecuencias dramáticas.

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La confrontación en esta campaña es extremadamente light en comparación con las batallas campales de los 70.

Desde los 90, la posmodernidad cambió el concepto de profundidad. Los eslóganes setentistas (“Perón, Evita, la patria socialista”, “Ni yanquis ni marxistas, peronistas”, “Ni votos ni botas, fusiles y pelotas”) ponían en cuestión más o menos violentamente los modelos económicos mundiales. De aquello solo quedaron los creativos scketches de Capusotto.

Los dirigentes se quejan porque perdieron horas hablando del “garche peronista” y de los “porros macristas”. Los comunicadores también critican. Pero el rating convence a todos de que es mejor eso que meterse en difíciles análisis macroeconómicos.

La posmodernidad trajo estos debates más superficiales, pero menos violentos que los de la modernidad

El propio discurso de Javier Milei hubiera parecido moderado en otros tiempos. Hoy resulta violento e intolerable para una mayoría porque Milei es el menos posmoderno de los candidatos. En realidad, es un buen ejemplo de los tiempos hipermodernos que describe Lipovetsky: mezcla de profundidad ideológica y frivolidad televisiva.

Su formación económica deja en evidencia la fragilidad de época que en esa materia exhibe la mayoría de los candidatos. Incluso otros antisistema, como los trotskistas, mostraron en cada cruce que tuvieron con el libertario una carencia de formación impensada décadas atrás.

Similares. Aunque a veces parezca lo contrario, la sociedad del espectáculo se volvió más tolerante en comparación con la sociedad ideologizada anterior. Hoy, las únicas opiniones que no están permitidas son las que aburren. Antes, las grietas se resolvían a tiros y hasta las disidencias internas podían terminar en juicios sumarísimos.

Con todos los males que trae consigo, la actual grieta no llega a aquellos niveles de profundidad, simplemente porque guarda relación con la superficialidad de este tiempo. Fuera de ese contexto histórico, los contrapuntos entre dos ex presidentes como Cristina y Macri podrían parecer duelos de aguas profundas. Pero es snorkel.

Los doce años de kirchnerismo y los cuatro de macrismo tuvieron infinidad de diferencias y sus líderes los presentan como dos modelos en las antípodas. Sin embargo, desde relatos distintos, ambos se encuadraron en las normas generales del capitalismo. Con un macrismo que reconoce la necesidad de una intervención más acotada del Estado en la economía y un kirchnerismo que promueve una intervención mayor. ¿Cuál sería el abismo entre el modelo del actual ministro de Economía y el del último del anterior gobierno, Guzmán y Lacunza?

Cristina y Macri son la representación de un tiempo en el cual la espectacularidad los hace parecer más distintos de lo que son, siendo en realidad dos buenos espejos de una época líquida. Solo que él no se esfuerza por parecer profundo y ella sí intenta cuidar ese detalle.

Halcones/palomas. Ellos, junto a los candidatos que mejor los representan, son los que más confrontaron en la campaña. No lo dicen en público (a esta altura sería políticamente incorrecto), pero en privado se muestran convencidos de que “la grieta está bien”: “Ayuda a separar a los que usan el poder para hacer negocios y manipular a la Justicia de los que somos honestos y queremos el bienestar general”, coinciden en la descripción los dirigentes de un lado y otro de los bordes, y sus respectivas bases.

Que esos halcones oficialistas y opositores hayan tenido menos visibilidad en esta primera parte de la campaña, dejando lugar a los candidatos más antigrieta, indica un reconocimiento de que el espectáculo de la polarización, además de dañino, se está volviendo aburrido para sectores cada vez más amplios.

Las palomas de ambos lados sostienen que llegó la hora de la moderación y la búsqueda de consensos. Rodríguez Larreta, Santiago Cafiero, Facundo Manes, Sergio Massa y María Eugenia Vidal lo expusieron en el Council of the Americas.  

Larreta repitió, una vez más, que es imposible construir sobre la grieta. Cafiero instó a un consenso económico. Manes remarcó que la grieta embrutece. Massa dijo que para después de diciembre debería haber un acuerdo de diez puntos básicos. Y Vidal reconoció la necesidad de consensuar un plan de estabilidad económica.

Los contrapuntos entre Cristina y Macri pueden parecer duelos de aguas profundas. Pero es snorkel.

Massa mencionó diez puntos en el Council, pero en la práctica avanza sobre cinco: reforma educativa, deuda, empleo, medio ambiente y “metas de cumplimiento de los poderes del Estado”. Cree que el lugar natural para el diálogo es el Congreso, avisa que va a impulsarlo desde Diputados y sostiene que cuenta con el aval del Presidente y de la vicepresidenta para hacerlo.

Nada de esto le transmitió hasta ahora a la oposición. Y tampoco la oposición quiere hablar de acuerdos puntuales en medio de las votaciones. De hecho, sospechan de las intenciones del oficialismo y advierten que no habrá consenso ni para la reforma judicial ni para la del procurador.

Optimismo. Los que añoran a la Argentina pujante de antaño, no siempre recuerdan que hasta 1983 la democracia vivía acorralada por la violencia política y los continuos golpes militares.

Es cierto que en comparación con los indicadores económicos de aquella década del 70, el país de hoy luce (y es) más pobre. También es cierto que los debates de la modernidad lucían más robustos. Pero aquella sociedad más próspera y profunda construyó un país violento e intolerante en el que las elecciones eran la excepción, no la regla.

La incomodidad actual frente a las irregularidades institucionales en los tres poderes del Estado marca una evolución notable de la sociedad en relación con la ausencia absoluta del Congreso y de un Ejecutivo electo, consentida como normal o inevitable hasta finales del siglo pasado.

Quizá el próximo paso en la evolución democrática sea aprender que las diferencias suman, no restan, y generar una nueva mayoría social que transmita previsibilidad y confianza.

Entendiendo que no habrá modelo que funcione si está sustentado en un relato excluyente, como lo demuestra lo ocurrido en la última década.

Recuperar con el tiempo los niveles económicos de los 70 con una calidad institucional del siglo XXI puede parecer demasiado optimista. Pero, parafraseando a Churchill, no parece muy útil ser otra cosa.