En ninguno de los relatos de este libro los personajes tienen nombre. Son “él”, “ella” o, a lo sumo, “el anciano emperador”, el “portero”, el “médico” y algunos otros oficios. Pero hay unas pocas excepciones: Cristo, Judas Iscariote y Dios mismo, que le habla a su Hijo. Sí, Dios responde la pregunta “¿por qué me has abandonado?”, y ofrece poco consuelo al moribundo en la cruz cuando le informa que, como si fuera un moderno dios ausente, en realidad, nunca estuvo a su lado. Kafka nos acostumbró a las iniciales como nombre de personajes: Hugo Mujica prescinde hasta de las iniciales.
Prescinde también de los lugares: las calles son únicamente calles; los departamentos o piezas de pensión, lugares sin cualidades; los baldíos, simplemente baldíos a secas, sustantivos genéricos a los que no acompaña la determinación, porque lo que sucede allí, alegóricamente, sucede en cualquier parte. Esta tozuda desrealización no es, en sí misma, ni buena ni mala. Depende de lo que se haga con ella. Giorgio Manganelli o Augusto Monterroso, para mencionar sólo dos escritores, escribieron relatos breves que evitan la caracterización, y los mantienen suspendidos en un cielo que atraviesan relámpagos de ambigüedad e ironía. Los cuentos de Hugo Mujica, en cambio, son fábulas psico-morales que transcurren en un abstracto universo de tipos generales. Leídos como “ficciones filosóficas”, su destino depende de cuán interesante sea su filosofía. Si lo que el narrador “piensa” es más o menos convencional, el relato filosófico muestra su insuficiencia como relato y como filosofía.
La situación no tiene salida: es imposible ser profundo de manera deliberada. Ocuparse de ideas y temas importantes no asegura nada. La atrocidad o la desgracia, tampoco. Por ejemplo, un suicidio (hay varios en el libro de Hugo Mujica) puede ser desgarrador o puede ser simplemente el acto final de alguien que se corta la yugular o se pega un tiro. Las situaciones extremas (la locura, que también abunda en este libro) son terribles en la realidad; para que lo sean en la literatura debe pasar algo que es difícil de definir pero que siempre tiene que ver con una forma, un modo, una entonación, como se quiera llamar a eso. La estética y la teoría literaria han explorado diferentes definiciones, pero la resistencia a adoptar una no indica la inexistencia del efecto perturbador que produce una escritura y la ausencia de efecto de otra. Por el contrario, “eso” es la literatura.
La profundidad no se busca sino que se encuentra. Como el humor, como la ironía, tiene algo de milagroso, es una especie de suceso. De repente un texto se abre y deja percibir un desajuste radical. No se sale a buscar ese desajuste, como si se tratara de un tesoro cuyo mapa está en el bolsillo. El espíritu de seriedad (que es una forma de lo solemne) promete mucho pero consigue poco. No convence una profundidad deliberada que se haga evidente como acto de la voluntad del escritor, como no existe un humor deliberado. Hay una distribución democrática de situaciones extremas, todos tenemos ideas sobre ellas o las hemos padecido, pero esas ideas no son interesantes en sí mismas, ni son interesantes porque se refieran a situaciones extremas.
Los relatos de Hugo Mujica muestran bien esta encrucijada donde se produce el malentendido. Los temas (las ideas son temas) son una materia inerte excepto que la escritura haga algo por ellos para extraerlos del suelo donde todos nos reconocemos y los ponga en otra parte, donde quizá el reconocimiento todavía sea posible, pero sucedan otras cosas. Lo que nos adhiere a Kafka, por ejemplo, es que no se termina de entender. Toda alegoría se rompe (como dijo Walter Benjamin de la alegoría moderna: está en ruinas) y la identificación directa, punto por punto, es imposible y, además, no sirve. No quisiera sepultar a nadie bajo el nombre de Kafka, pero cada uno tiene que hacerse cargo de lo que evoca cuando escribe, para bien o para mal.
La trivialidad es tan literaria como la profundidad. No voy a innovar dando una explicación, pero esto forma parte de lo que es la literatura desde las primeras décadas del siglo XX. Pese a los giros estéticos, la trivialidad es una especie de tejido que soporta las narraciones más terribles y mejores que se han escrito. Las vanguardias trabajaron sobre ese filo. El realismo no es la única poética que busca el sentido de lo concreto. También esto es sabido. Cuando un texto ofrece solamente profundidad, ofrece algo inasible o superfluo. Algunos escritores rodean la trivialidad por el lado de la ironía; otros se abalanzan sobre ella para construir con lo más efímero los bloques de una obra. Lo que parece difícil es pasarla por alto, como si fuera cosa secundaria.
En realidad, no habría que ocuparse tanto de algo evidente. Sin embargo, la existencia de estos relatos de Mujica, aunque no se inscriban en un espacio común con otros, tiene la cualidad de provocar una reflexión sobre algo que se pensaba que (ya) no es un tema de la crítica.
La escritura de Mujica es sencilla y repetitiva; en la misma frase reitera lo dicho variando el verbo o el objeto directo, como si la persistencia pudiera ser no tanto un signo del tipo de narrador o de personaje sino un ancla para que las cosas se entiendan. Y nunca es concreta, si se exceptúa el breve relato Una danza de espasmos, que sorprende por su precisión en un conjunto prolijo pero, pese a su general sencillez, impreciso. Algo pasa en ese relato, el sufrimiento, la sangre, las uñas que se clavan en los brazos del chico que estrangula a su gato (por supuesto, sobreviene la desilusión cuando el narrador llama al gato “el felino”, pero una corrección de estilo lo remediaría con un trazo). El chico mata al gato sin motivos. A diferencia de los personajes suicidas a los que el lector puede atribuir una batería de razones para matarse, el chico realiza un acto marcado por la ausencia de fundamento. La moraleja final tiende a normalizarlo todo, pero ese gesto normalizador es, en este libro, inevitable. Mujica no se priva de agregar que los chicos se portan así con sus gatos cuando están solos y que así deberían ser tratados de tanto en tanto. Sin embargo, la moraleja es irónica y por eso el relato se diferencia del resto.
Los personajes viven en un mundo sin fundamento, pero Hugo Mujica escribe sobre ellos como si fuera posible todavía encontrar un fondo donde asentarse. Son suicidas y obsesivos que padecen la ausencia de Ley, representados por textos que añoran la profundidad perdida y la reemplazan por una escritura explicativa. Dios ha muerto y todo está permitido: las palabras de Nietzsche son el pórtico de la modernidad del siglo XX y de ellas sigue una estela en la que todavía estamos navegando. No hay fondo allí de donde dios se ha ausentado, y al reconocerlo la filosofía y la literatura encaran lo inexplicable y lo fortuito, lo abyecto y lo estridente, buscando en la quebrada superficie aquello que creía encontrarse en una profundidad donde ya no está ningún dios ni ningún hombre. La profundidad no es un enigma ni un lugar donde se llega.