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La reencarnación

Los lamas se reencarnan. Nace un niño, según una tradición milenaria, y se lo estudia para saber si es o no –según sus recuerdos, su forma de moverse– la reencarnación del lama que acaba de morir.

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Los lamas se reencarnan. Nace un niño, según una tradición milenaria, y se lo estudia para saber si es o no –según sus recuerdos, su forma de moverse– la reencarnación del lama que acaba de morir. Es una tradición milenaria en el Tíbet. No creo en la transmigración de las almas, pero sí en la transmigración de las bibliotecas. Muere alguien y su biblioteca pasa a otro dueño o se la vende en librerías de viejos y desde ahí se expande a miles de otros lectores que, de alguna manera, lo hacen reencarnar espiritualmente. Hice la prueba tibetana y Francis Ponge la pasó: para mí es la reencarnación de Michel de Montaigne. Uno escribió en 1580 y el otro en el siglo XX. Se acaba de publicar, en una extraordinaria traducción de Silvio Mattoni, De parte de las cosas, un libro mítico de Ponge del que yo sólo conocía una traducción de Monte Avila. Los poemas tienen la respiración de la prosa y la potencia del ensayo, escuchen este fragmento sobre los caracoles: “Y este es el ejemplo que nos dan. Santos, hacen una obra de arte con sus vidas –una obra de arte con su perfeccionamiento. Su misma secreción se produce de tal manera que se convierte en forma. Nada exterior a ellos, a su necesidad, a su antojo conforma su obra. No hay nada desproporcionado –por otra parte– en su ser físico. Nada que no les sea necesario, obligatorio. Así les trazan su deber a los hombres. Los grandes pensamientos provienen del corazón. Perfeccionate moralmente y harás buenos versos”.