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La reina cautiva

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Los gestos de Cristina Kirchner durante la llegada de Mauricio Macri en el traspaso de mando. | Captura

El peronismo es una Iglesia cuyo templo sagrado es el Estado, y esta semana asistimos a la restauración de su orden conservador. Una rancia aristocracia de linajes provinciales se dio cita en el Congreso, junto a la oligarquía obrera: allí estaban los Menem, los Rodríguez Saá, los “gordos” millonarios del sindicalismo, los señores feudales del norte y la novedad, el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, de una estirpe bonaerense que parecía extinguida y ahora resurge.

En la Roma Antigua, después de una gran victoria, los jefes militares solían hacer un desfile con los líderes capturados en sus expediciones. Aunque había sido la generala secreta de la batalla, Cristina no encarnaba a Julio César; por el contrario, parecía una fiera encerrada en su propio desfile. No era la reina que volvía a casa, que goza de retomar el poder, su lugar natural. Se la veía exasperada, casi asfixiada entre gente que no soporta. Lejos de la arquitecta egipcia, parecía más dura que Tutankamón.

Volvía a rodearse de todos los caciquillos que habían intentado abatirla. Atrapada en su propia estrategia –el acceso al único dios que respetan, el poder–, Cristina parece sumida en emociones primitivas. Hizo un garabato displicente en el libro de visitas, y cuando Alberto se tomó el tiempo para escribir, le dijo: “¿Qué escribís, tu testamento?”. Desairó nerviosa a Michetti, previamente ignorada por una ristra de funcionarios (como el flamante ministro de Economía). La patria es el otro, siempre y cuando el otro no sea una mujer lisiada. Caballero, Alberto empujó la silla de la vice saliente.

Sergio Massa, en cambio, no paró de gozar. Apenas controlaba su sonrisa de chanta autóctono espectacular; hasta se animó a tirarle una picardía a Cristina (“cambiá la cara”), que la hizo rodar los ojos con hartazgo. Cuando ex presidente Miau le tendió la mano, la Señora no pudo ni mirar sus ojos mar Caribe. Como si fueran kriptonita. Los brutos celebraron el despliegue: ¡si Macri era el artífice de los problemas judiciales de Cristina! Pero la mayoría de los que estaban en el Congreso había intentado sepultarla, y muchos habían coreado esas acusaciones, que ahora ella combate a fuerza de gritos y contraacusaciones, en lugar de argumentos y pruebas.

De blanco total, en contacto con el dios supremo de los votos, Cristina es la sacerdotisa que se coloca siempre más allá; su humor ya es parte de la liturgia emocional peronista. Como el ridículo y la gloria.