Hace unos meses murió Roberto Calasso y no estoy seguro de haber escrito al respecto. Es que últimamente estoy un poco viejo y tengo la sensación de reescribir siempre la misma columna. Es probable que haya escrito sobre Calasso en ese momento, ya que le tenía una gran admiración. Pero también es poco probable, porque el último de sus libros traducidos al castellano se llama Cómo ordenar una biblioteca. Y mi biblioteca es un caos tan grande y tan inmanejable que tenía miedo de que Calasso me retara desde sus páginas como si fuera esa japonesa que manda a la gente a poner orden en su casa.
Sigo sin leer el libro sobre la biblioteca, pero en cambio me atreví con La literatura y los dioses, al que también le tenía miedo. Se trata de la recopilación de ocho conferencias suyas pronunciadas en 2000 “en el marco de las muy selectas Weidenfeld Lectures de la Universidad de Oxford” según dice la contratapa. Siempre pienso que soy demasiado plebeyo para acceder a lo selecto, pero también tengo una relación complicada con los dioses: nunca supe cómo tratarlos y, por lo tanto, nunca hice nada al respecto. En particular nunca logré entrar en dos libros de Calasso que hablan de religiones: Las bodas de Cadmo y Harmonía sobre los habitantes del Olimpo y Ka, que se ocupa del hinduismo, una teología todavía más remota que la de los griegos.
Pero ayer me decidí a abordar La literatura y los dioses y lo leí, no solo sin dificultad, sino con un placer enorme. Ante todo, es una extraordinaria introducción a la literatura. En particular, a lo que Calasso llama “literatura absoluta”, un concepto imprescindible que alude a los autores “refractarios frente al creciente culto que la sociedad hace de sí misma”, y utiliza un poder análogo al que otrora tenían las religiones para combatir contra los antisociales. “El pretexto puede ser de índole racial o clasista, pero para exterminar al enemigo el motivo reivindicado es siempre el mismo: se trata de seres dañinos a la sociedad”. Ante las circunstancias de dominio público (hoy los antisociales están identificados a nivel global), es evidente que se trata de palabras visionarias, sobre todo cuando el totalitarismo se consideraba una enfermedad definitivamente erradicada o, en todo caso, circunscripta a ciertos países bárbaros.
Calasso recorre en sus conferencias el siglo XIX para mostrar cómo allí, desde Hölderlin a Nietzsche, pasando entre otros por Lautréamont, Mallarmé y Novalis, la literatura encontró no un programa, pero sí un modo de relación entre obras que se comunican por fuera de la historia, de la nación y del estilo y que pueden ser reconocidas si se entiende la cultura como un entrenamiento para hacerlo y no, como es el caso, para borrarlas. Calasso logró conducirme en su exposición aun durante los pasajes en los que atraviesa el escarpado territorio de los Vedas, con sus alegorías que solo se refieren a sí mismas.
Leía a Calasso cuando me crucé con un mensaje de un escritor angustiado porque un amigo le había criticado su libro de cuentos (un libro muy bueno, por otra parte) diciéndole que algunos “estaban mal resueltos”. Pensé que leer a Calasso es también un antídoto para esta comunidad literaria a la que le cabría una frase como: “Tan lejos de los dioses y tan cerca de la escuelita”.