Cuando a mediados de semana el presidente Mauricio Macri hizo referencia a la posibilidad de que los socios decidan la privatización o no de los clubes de fútbol, no sólo desempolvó un tema sobre el cual ya se había pronunciado hace casi veinte años, sino que puso en la superficie un asunto que ya está claramente instalado entre nosotros, los fanáticos de las pelotas.
Se trata de un tema en el cual todos quienes opinamos tenemos algo de razón y, a la vez, nadie está realmente cerca de tenerla. Así es nuestro fútbol. Tan caótico, desprolijo y vulnerable a la inescrupulosidad que la razón puede asistirles a privatistas y estatizadores por partes iguales. Todo depende de la arista que se toque.
Del lado de quienes pretenden que los clubes puedan convertirse en sociedades anónimas, el presente que exhibe la enorme mayoría de los clubes “en manos de los socios” es el principal argumento. Cuando algo anda tan mal, lo más razonable es buscarle la vuelta a como dé lugar. En un país en el que se entregaron los servicios públicos a manos privadas a precio vil, nadie debería asombrarse si Boca, River, Platense o Patronato dejasen de ser clubes tal como los vimos nacer. Y como los estamos viendo morir, dirá alguno no sin razón.
Del lado de quienes pretenden que los clubes sigan siendo asociaciones civiles, la principal coartada pasa, justamente, por la triste historia de los gerenciamientos que soportó nuestro fútbol. Ferro, Quilmes y, fundamentalmente, Racing fueron el ejemplo del desejemplo. Decididamente, el remedio fue peor que la enfermedad. Con el agravante de que, al no existir un marco regulatorio, la responsabilidad –la culpa– de los gerenciadores se hizo polvo en el viento. A propósito, ¿será cierto que en Racing se decidió frenar al menos un par de las causas judiciales abiertas respecto de quienes manejaron el club entre 2000 y 2008? Quiero imaginar que son sólo habladurías de
mentes afiebradas.
Salvo por la muy grata experiencia de Belgrano de Córdoba, los demás casos que conozco han sido catastróficos. A propósito de Belgrano, no deja de ser peculiar que Armando Pérez haya pasado de ser gerenciador a convertirse en algo así como presidente normalizador respaldado por la voluntad de los socios. Es decir que el único caso que registro de privatización exitosa concluyó con la vuelta a los esquemas normales de la asociación civil. Por expresa voluntad y de la mano de quienes lo habían gerenciado.
A quienes miran el asunto con avidez empresarial habría que preguntarles si realmente estarían dispuestos a invertir de acuerdo con normas legales sólidas. Normas que, entre tantos asuntos delicados, garanticen que la inversión favorezca la continuidad y el desarrollo de las actividades no vinculadas con el fútbol profesional. ¿Quién duda de que a todos nos gustaría ser dueños del equipo del que somos hinchas? Pero la camiseta viene con lastre. Y ese lastre es el club en sí mismo. Que es, ni más ni menos, que el lugar de origen de esa camiseta que
queremos explotar.
A esa misma gente le preguntaría si está dispuesta a bancar patrimonialmente uno, dos o diez ejercicios deficitarios. Al fin y al cabo, la variable que todo lo mueve no es más que un deporte en el cual se gana, se empata y se pierde. Campeón es uno solo y ya vemos que los que imaginan el presupuesto incluyendo los dineros de las copas internacionales pueden quedarse manoteando el aire.
Las reglas de mercado establecen claramente que los jugadores pueden entrar o salir del negocio según conveniencia, convicción o estrategia. Sería bueno que, antes de dar un mínimo paso en este sentido, quede en claro que un club es algo muchísimo más grande que un equipo de fútbol. Y que quien no quiera verlo de este modo no debería acercársele ni un poquito.
Con sólo cruzar esta calle imaginaria, a quienes pretenden sostener el statu quo les preguntaría si realmente creen que las cosas pueden seguir así. De alguna manera, lo planteado en el párrafo anterior respecto de neutralizar el poder discrecional de quienes deciden es algo que ya está instalado en estos clubes repletos de conducciones personalistas, de gente cuyas decisiones nadie parece discutir: Julio Grondona manejó la AFA como muchos dirigentes manejan sus clubes. Encima, son tiempos en los que muchos de esos dirigentes son personas notorias –a veces únicas– en otros espacios del poder
cotidiano.
En realidad, de algún modo, y por varias razones, puede decirse que el fútbol argentino ya está privatizado.
Lo está, y de la peor forma: informalmente. Nada resulta más beneficioso para quienes quieran pasarse de un pool de siembra o la Bolsa de Tokio a un negocio algo volátil, muy rentable y con algo de lúdico que un fútbol desguazado y sin control al cual exprimir desde la lógica de que el dinero de los clubes, que debería ser defendido por los dirigentes en nombre del mandato de los socios, suele no ser de nadie. Casi como sucede en ciertos niveles del Estado. Ojalá pronto podamos
decir “sucedía”.
Es probable que, con buenos argumentos, más de uno niegue que el del fútbol profesional sea un negocio muy rentable. Al fin y al cabo, hay no pocos ejemplos en el mundo al respecto. Empezando por Barcelona o por Real Madrid, cuyos pasivos asustan. Sin embargo, no sólo sus mandamases están condicionados por responsabilidades que se incumplen a precio de cárcel, sino que un desvencijamiento del nivel al que estamos acostumbrados en casa directamente les cuesta
perder la categoría.
Tal vez, viviendo en una sociedad en la que hasta hay empresarios que cierran colegios porque no les resultan un buen negocio sin que por eso paguen la mínima culpa, no deberíamos asustarnos tanto por los clubes. Advierto, en este caso, la paradoja de lo innecesario.
No deja de ser sintomático que, antes de poner en caja la irresponsabilidad de un dirigente, propongamos que la solución sea privatizar algo que es público. Es cierto que sería, en cierto modo, una forma de sincerar la impudicia reinante. Aunque también podría ser premiar al irresponsable dándole la chance de que maneje desde el negocio lo que no supo o no quiso manejar bien desde el ejercicio de un
mandato popular.
De ningún modo estoy de acuerdo siquiera con contemplar la posibilidad de que los socios de un club elijan privatizar el fútbol antes de que se sancione una ley que establezca claramente derechos y obligaciones de quienes se adueñen de ellos.
Del mismo modo, no puedo dejar de reconocer aquello de que ya tenemos varias áreas privatizadas de nuestros clubes.
Lo más grave pasa por el control de la materia prima –los jugadores– que está abrumadoramente en manos de grupos inversores de los que forman parte desde privados sin conocimiento del juego hasta dirigentes, jugadores, periodistas o barras bravas (agreguen el prefijo “ex” donde consideren conveniente).
No menor es lo del ejercicio verticalista y monolítico del poder. Al aire y en off, el fútbol argentino está plagado de gente que no habla como dirigente sino como dueño. Y así actúan luego sentados del lado poderoso del escritorio.
En todo caso, mucho más que privatizar o sostener el estado de las cosas, la discusión debería pasar por establecer un nuevo marco de responsabilidades. Reglas de juego claras. Que el hincha, el socio y el dirigente sepan que una macana significa tal o cual sanción así como una patada intencional equivale a una roja.
Así como a Kicillof le preguntaron con precisión quirúrgica por qué no había aportado la solución al asunto buitres cuando ejercía el poder –es decir, hace tres meses–, me gustaría que la dirigencia del fútbol y quienes aspiran a hacer aún más negocio con nuestra pasión explicaran qué solución le ven al fenómeno barra.
Y si la tuviesen, que no se la guarden. El fútbol argentino la necesita con urgencia.
Mucha más urgencia que la de privatizar nada.