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julian jaynes

La ruptura de la mente bicameral

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Julian Jaynes propone un experimento muy simple. Háganlo ahora, mientras desayunan. Agarren dos objetos desiguales —una lapicera y un lápiz, una taza de café llena y otra vacía— y pónganlos sobre la mesa. Después, en lo posible con los ojos cerrados, levanten los dos objetos para determinar cuál es más pesado. Mientras lo hacen, traten de entender el proceso que los lleva a decir que uno es más pesado que otro. Notarán la textura de los objetos contra la piel de los dedos, serán conscientes de la forma que cada uno tiene. Y ahora el veredicto acerca del peso de los objetos. ¿Dónde está? El juicio, la decisión. ¿De dónde viene? Nuestro sistema nervioso nos lo sirve en bandeja sin necesidad de recurrir a un proceso consciente. Estamos pensando en cuál de los dos es más pesado, pero la respuesta aparece sola, sin que un proceso de pensamiento consciente tenga que ver con ella.  Para Jaynes, esto es un claro ejemplo de que la estructura de la mente puede prescindir del pensamiento consciente. Y hasta hace relativamente poco, dice, eso hacía.
“Los personajes de La Ilíada no se sientan a pensar lo que tienen que hacer,” dice Jaynes. Es un dios quien le hace prometer a Aquiles que no irá a combatir, y otro dios el que lo contradice y le dice que vaya. Paris no se esconde en la niebla: es un dios —Afrodita— quien le manda la niebla y le dice que se esconda. Las discusiones y las peleas entre los hombre eran causadas por los dioses. Los dioses provocaban las guerras y planeaban la estrategia de los bandos en pugna. De hecho, en cada decisión, los dioses ocupaban el lugar de la conciencia.  
Para Jaynes, la conciencia y el lenguaje se desarrollaron por separado, y tardaron un tiempo en integrarse; durante ese tiempo, las personas no eran capaces de aprehender que sus pensamientos eran propios, daban por sentado que venían de otra parte: alucinaban. A Dadd, y a los locos y no tan locos que escuchan voces en todo el mundo, les pasa eso: perciben un proceso interno como externo. Lo que dice Jaynes es que, antes, eso nos pasaba a todos.
El primer problema con la hipótesis de Jaynes es, por supuesto, que es indemostrable. Salvo que uno tenga una máquina del tiempo, la idea de la mente bicameral tiene prohibida la entrada al mundo de la ciencia; es como las historias de “así fué”, en las cuales Kipling imaginaba por qué el leopardo tiene manchas, o cómo se hizo el primer alfabeto. Un segundo problema, más preocupante, es que —mal leído— Jaynes podría caer en la misma bolsa de Levy-Bruhl, el antropólogo francés que adjudicaba a las “mentes primitivas” una cualidad inferior, y que terminó influenciando tanto a Jung como a los nazis. Esto sería un error, porque en Jaynes no hay juicio moral ni cultural; el tipo está tratando de ver qué nos pasó. Pero además porque la brutal discontinuidad que propone Jaynes —si es cierta, si lo que pasó es igual o parecido a lo que él dice que pasó— no sugiere que haya dos especies humanas, una moderna y una primitiva. Más bien lo contrario: todos somos bastante parecidos a la primitiva, sólo cambió que aprendimos algunas cosas.
(En uno de sus momentos más flojos, Jaynes intenta colar la selección natural como motivo posible para la rápida desaparición de exponentes bicamerales, pero lo hace con la torpeza del antropólogo: tres mil años es nada en términos evolutivos, y las teorías de selección grupal, aun cuando sean ciertas, tienen poco que aportar a la evolución de la especie.)
Lo que más me interesa de Jaynes no es la división extrema que propone, sino la continuidad que sugiere sin nombrar. Ese es el escenario perturbador: que cada uno de nosotros está entrando en el primer siglo post-cartesiano de la historia con un cerebro que todavía necesita acomodarse a los mecanismos más básicos de la cultura que, suponemos, nos define. Y que para acomodarse, en términos evolutivos, va a necesitar todavía unos cientos de miles de años.

*Escritor y cineasta.