La muerte de Jorge Rafael Videla provocó un fuerte impacto en la sociedad argentina. Era previsible: la dictadura cívico-militar que encabezó desde el 24 de marzo de 1976 marcó a fuego y para siempre nuestra vida colectiva. Aun en un país dolorosamente habituado a la inestabilidad política y a la violencia institucional; aun en la Argentina donde sendos golpes de Estado habían arrasado con los procesos más democráticos y populares de nuestra historia, como fueron el yrigoyenismo y el peronismo, la dictadura encabezada por Videla extendía los límites del terrorismo de Estado más allá de todo lo imaginable.
Los efectos de su instalación al frente del país, sin embargo, no se detienen allí. Además de ser el máximo responsable del terrorismo de Estado, Videla –junto con José Alfredo Martínez de Hoz– impulsó un plan económico que, orientado a garantizar los intereses de los sectores minoritarios más tradicionales y concentrados del país, arrasó la estructura productiva nacional y profundizó la dependencia económica. Los costos sociales fueron gravísimos; la especulación financiera, desmesurada y fuera de control; el endeudamiento externo se multiplicó dramáticamente. Todo esto es lo que quedó marcado a fuego en nuestra sociedad y de ahí que la noticia de la muerte de Videla avive la memoria y la reflexión de tantos argentinos.
Sin embargo, a pesar del impacto de la muerte física del dictador, no es exagerado decir que Videla, con el despuntar del siglo, era ya un muerto en la Argentina. Su muerte, una suerte de muerte cívica, se había venido gestando desde mucho tiempo atrás: la lucha de Madres y Abuelas; los Hijos; los nietos recuperados; los millones y millones de hombres, de mujeres, de jóvenes que se resistían a olvidar, que querían saber más sobre el pasado y que comenzaban a construir un país sobre nuevos valores y con nuevas perspectivas iban haciendo que, cada vez más, sobre la figura de Videla pesara una condena colectiva irrevocable.
El juicio a las Juntas, llevado adelante durante el gobierno de Raúl Alfonsín y en el que se condenó a Videla a prisión perpetua, expresaba el repudio del conjunto de la sociedad a los hechos de la dictadura. Las leyes de punto final y obediencia debida y el indulto de Menem, en 1990, que clausuraron por un tiempo la posibilidad de seguir investigando, no consiguieron borrar de las conciencias de los argentinos la convicción de que aquellas atrocidades cometidas al servicio de un nefasto plan de exclusión de las mayorías, debían ser castigadas.
Pero si algo selló definitivamente la muerte social del dictador fue la puesta en marcha, en 2003, de un nuevo proceso de apertura y ampliación democrática que implicaba, a la vez, un nuevo modelo económico y de inclusión social. La Argentina que empezamos a construir con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia de la Nación es definitivamente distinta –y opuesta– de aquella que habían querido Videla y sus socios civiles y militares. ¿Qué otra cosa significó, sino, el gesto de Kirchner de descolgar su cuadro de las paredes del Colegio Militar? Ese mismo día, en la ESMA, el presidente pidió perdón en nombre del Estado por “la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades”. Tal vez, sólo entonces los argentinos supimos para siempre que era posible no volver a tener miedo, que aquel horror quedaba definitivamente atrás.
Siguieron –y siguen– los juicios y las condenas de los responsables del terrorismo de Estado, incluso de los civiles, y los cumplimientos efectivos de esas condenas en cárceles comunes. Videla –él, que fue el jefe de quienes gustaban considerarse dueños de la vida y de la muerte de las personas– tuvo que someterse a las leyes y a la Justicia: las mismas para todos. Esa nueva Argentina debió resultarle ya irreconocible; para él, era el peor de los infiernos. En marzo de este año, hizo un último llamamiento a sus ex camaradas para armarse y enfrentar a “la presidenta Cristina y sus secuaces”. Como un espectro, hablaba de cosas que ya nadie oye. Su muerte social le llegó mucho antes que su muerte física, en una celda de una cárcel común. Afortunadamente, la justicia también.
*Ex jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Legislador del Frente Progresista Popular.