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La Selva uruguaya

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El prólogo de Aldo L. Cánepa a la edición de Lectores de la Banda Oriental (Montevideo, 1982) de El daimón de la casa López, de Selva Márquez, comienza así: “Dos días antes de la última Navidad, murió en Montevideo Selva Márquez, ya octogenaria. La revaloración de su obra, casi olvidada, se hace imprescindible”. Cada una de esas palabras está cargada de sentidos polémicos: ¿qué significa que una obra esté “casi olvidada”? ¿Olvidada para quién? ¿Para el mercado editorial, para la academia? ¿Olvidada para un presente que se ausenta? Y a la inversa, ¿qué implica que revalorar una obra se vuelva “imprescindible”? ¿Imprescindible para quién? ¿En qué contexto? ¿Bajo qué horizonte de lectura? Parto de la base de que la literatura tiende siempre a ser casi olvidada, el olvido es su actualidad, su sueño eterno. Por lo tanto, “rescatar” del olvido a un escritor es una tarea infructuosa, desdichada. Sólo debemos aspirar a darle una brisa, un relámpago, una iluminación, hasta el siguiente olvido, que bien podría ser el último. En todo caso, el talento de un escritor reside en el modo de caer en el olvido, esto es, con elegancia, garbo, espíritu vanguardista y melancolía saturnina; o al contrario, bajo el rictus mortuorio de la complacencia, del alumno modelo, de una escritura que dejó intacta a la sintaxis y a la doxa cotidiana.

Pues entonces, podría decirse que más de treinta años después de esa vieja edición, la obra de la escritora uruguaya Selva Márquez (1899-1981) hoy circula sólo por los mejores puestos de la Feria de Tristán Narvaja, en Montevideo, los domingos a la mañana. Ojalá los libros que escribí tuvieran un destino tan feliz, porque en pocos lugares soy tan feliz como los domingos a la mañana en la Feria de Tristán Narvaja (hago cita cada hora con C. –en la esquina de Tristán y Paysandú–, ella me muestra lo que compró –plantas exóticas, bichos, regalos para los chicos–, y yo, los libros que hallé). De Márquez había leído buena parte de su poesía –una de las raras poetisas uruguayas lectoras del surrealismo– pero no sus cuentos, todos notables, en especial el que da título al libro, relato breve en el cruce entre la literatura fantástica, la crítica social y una falsa ingenuidad que entre nosotros sólo se encuentra en Silvina Ocampo (ahí terminan sus semejanzas). Márquez, como pocos, tiene un oído agudo para registrar los cambios urbanos en un Uruguay que se moderniza (“José compró a plazos a Piria unos terrenos que se vendían por las costas distantes”), los conflictos generacionales entre padres inmigrantes e hijos nativos (“Sí, papá. Ya hablaremos más tarde. Mañana no hablaron ya, ni pasado ni después, ni nunca más”), y un habla popular hecha de supersticiones (“Tenía dos niñas ya, cuando llegó el año 14, con la Gran Guerra que había anunciado años atrás el cometa Halley”).

Poco se sabe de Selva Márquez (o, al contrario, se sabe mucho: que escribió cuentos maravillosos); nunca dio entrevistas, prácticamente no salía de su casa, vivía en un hermetismo absoluto. En 1941 dejó de publicar poesía. En 1952 ganó el concurso de la revista Asir con el cuento que nos ocupa. El librero que me vendió el libro (junto con un epistolario de Roberto de las Carreras que buscaba desde hacía años) me dijo que era “una escritora extravagante”. Le pregunté si la había leído; me dijo que no.

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