No sé nada de Beethoven, pero en cambio sé bastante de Cortázar. En los 70, en una universidad americana, alguien tuvo la idea de introducir en una computadora un celebérrimo pasaje de Rayuela escrito en gíglico, ese lenguaje creado por Cortázar que en el capítulo 68 evoca a través de jitanjáforas un encuentro sexual entre La Maga y Horacio Oliveira. Ya saben, aquel que empieza diciendo: “Apenas él le amalaba el noema a ella se le agolpaba el clémiso...” Del resultado da cuenta el propio Cortázar, no recuerdo si en Último round o en La vuelta al día en ochenta mundos: la computadora, una prototraductora antecesora de las mil aplicaciones más o menos eficaces que usamos, hizo un poco de ruido y devolvió, como diría Eco, más o menos lo mismo: We are in the atomic age, baby.
Este debía de ser el año dedicado a conmemorar los 250 años del nacimiento de Ludwig van Beethoven. La pandemia impidió que el calendario de congresos y conciertos y conciliábulos se desarrollaran a lo largo y ancho del mundo. Más secretamente y con financiamiento de la Deutsche Telekom, una compañía alemana de telecomunicaciones con sede en Bonn, la ciudad natal del compositor, un programa está componiendo, basándose en unos bocetos desperdigados dejados por el músico antes de morir, la Décima sinfonía. No se trata tanto de unir, hilvanar los fragmentos dejados por Beethoven (los que Adorno compara con las esquirlas de mármol dejadas por el escultor al esculpir), sino de imitar su estilo, componer como él.
Con sus limitaciones, el algoritmo lo está logrando. Lo extraño es que gran parte de sus limitaciones son los sufrimientos de Beethoven: el programa no tiene sífilis, no sufre problemas digestivos o cirrosis hepática, y tampoco se está quedando sordo. Es indudable que todo eso influyó en la gestación de su obra monumental, pero al parecer se trata de enfermedades que un programa no puede sufrir –no todavía, más adelante se verá.
Se sabe que Beethoven quería incluir al final de la Décima sinfonía un movimiento, un baccanale alegre, festivo y frenético. ¿Pero qué ritmo tendría? El programa deberá imaginarlo, ya que en eso consiste imitar (“imaginar” e “imitar” provienen de la misma raíz latina, “imago”, que significa retrato, copia, imitación). Como si las dificultades no fueran suficientes, el equipo que trabaja en el proyecto (un grupo compuesto por programadores informáticos, músicos y musicólogos) le enseñó al programa todas las obras de Beethoven, y las obras de los músicos que Beethoven admiraba, como Hummel y Cherubini, o que lisa y llanamente amaba, como Mozart y Haendel. La angustia de las influencias.
Los primeros resultados fueron desalentadores: “La máquina, luego de los primeros compases, se bloqueaba en la repetición de un loop”, explica el jefe del equipo, Matthias Röder. Hicieron falta meses de continuos ajustes, pero al final la máquina, luego de los compases iniciales, podía improvisar durante algunos minutos. A partir de allí las cosas fueron saliendo mejor: el compositor sin alma tocaba, las ideas se grababan y se readaptaban (por lo general las composiciones mecánicas de los compositores sin alma carecen de alma), tratando de asemejarse lo máximo posible al estilo de Beethoven.
“El resultado no es la sinfonía que Beethoven hubiese escrito de no haberse muerto”, dice Christine Siegert, directora del departamento de archivos e investigación de la Casa Beethoven en Bonn, “sino una composión nueva que trata de parecerse a una obra suya”. “Si alguien no consigue distinguir una composición de Beethoven de la que está concibiendo la máquina”, agrega Siegert, “entonces el experimento habrá funcionado”. Solo queda esperar.