La suerte es un residuo de la organización, decía Napoleón, lo que se parece mucho a ese precepto que dice que cuanto más se escribe, con más facilidad la inspiración acude a uno. La organización, otro nombre de la planificación, está estrechamente ligada a la práctica, esto es, el ejercicio, el entrenamiento. Un hombre que nunca arriesga nada difícilmente dará lugar a que su suerte –o su mala suerte– se manifieste. Napoleón decía también que había logrado conquistar Europa porque él era un gran general, pero también porque había tenido suerte. La surcoreana Han Kang indudablemente tiene mucha suerte. O la tuvo esta vez. Leí un solo libro de ella, La vegetariana, y no sentí el más mínimo deseo por seguir leyéndola. Su literatura es de una normalidad apabullante –digo “normalidad” como antónimo de “excepcionalidad”–, quiero decir, es una escritora de las que hay miles: poco excéntrica, prolija... Sin duda los criterios de la Academia Sueca se ampliaron muchísimo, al punto que cualquier escritor puede ganar el Nobel. Lo de César Aira como candidato pasó de ser una broma a una posibilidad real: si lo ganó Han Kang, también puede ganarlo él. Él y muchos más, escritores todos con pocas virtudes, más que escribir. Ya las figuras totémicas, como Thomas Pynchon, Salman Rushdie, Margaret Atwood o Joyce Carol Oates, carecen de interés para la Academia Sueca. No me parece mal, al contrario: el ensanchamiento del espectro posible de candidatos se amplió al punto que todo aquel con una obra pasable puede ganarlo. Si tiene la suficiente suerte.
La pomposidad sueca nos lleva a pensar que las decisiones de la Academia las toma una docena de personas vestidas con toga y peluca platinada, sentadas alrededor de una mesa de abedul, y es muy probable que las decisiones las tomen en un pub, después de haber bebido litros de glögg o de aquavit, no lo sabemos. Lo que es seguro es que no son decisiones consensuadas, porque es imposible que las mismas personas acuerden darle el Premio Nobel un año a Peter Handke y cinco años después a Han Kang.
Supongo que las decisiones las toma cada año un integrante distintos de los diez que componen la Academia Sueca, de un modo muy similar a como nosotros tomamos decisiones irresponsablemente, es decir cuando el dinero en juego no es nuestro: “El año pasado elegiste vos, ahora me toca a mí”, o cosas parecidas. De otro modo no se explica.
Al mismo tiempo, esta irresponsabilidad puede sernos beneficiosa: los argentinos tenemos una legión de autores del nivel de Han Kang, e incluso mejores. No es que me interese particularmente que lo gane un argentino, pero si fuese un amigo tal vez podría sacar algún provecho. En cambio no veo provecho alguno en que lo gane una autora surcoreana: hay libros suyos ya traducidos, y probablemente traduzcan muchos más, tal vez todos. Y no pienso leerlos.
Y sin embargo existe una morbosa felicidad en ver concretada la expectativa de que lo gane alguien a quien ya leímos. Por alguna razón nos hace felices conocer la obra de un ganador, como si una mínima parte de ese prestigio recayera también en nosotros. Y algo de eso hay. Quienes estuvieron presentes aquella noche que Andy Summer le dio una patada en la cabeza a un policía en el escenario de Obras, en diciembre de 1980, quienes verdaderamente vieron eso, gozan de cierto prestigio. De lo contrario, todo el mundo no aseguraría haber estado ahí. Tal vez con el Nobel pase lo mismo, es como si viéramos al autor dándole una patada al destino, y en ese destino también entramos nosotros, que lo leímos. No lo sé.
Ahora que los criterios del Nobel de Literatura están a la altura del zócalo de nuestras casas, es el momento de que algún argentino lo gane.