Presiento que en ocasiones lo que hay que dirimir en colisiones o en atropellos viales no es quién pasó en rojo y quién no. A veces se trata de otra cosa: todos pasaron en amarillo. Ese umbral, ese anticipo, se interpreta a menudo muy de otra forma: si lo que viene después es el rojo, se lo siente como un gesto de último permiso, con la sugerencia implícita de apurar un poquito el tranco. Si lo que viene después es el verde, se lo siente como un gesto de asentimiento, de estamos abriendo, de vaya pasando, de dele nomás. Algo de esto les cabe también a los peatones: si la figurita anaranjada ya titila, se interpreta que se puede cruzar, con un eventual trotecito gentil en el último tramo.
Ni pare ni siga: precaución. En tiempos en los que la tara binaria ha conquistado tantos terrenos y se tiende a suponer de cualquier asunto que no existen más que dos variables contrapuestas, no sería extraño que se agraven las dificultades para decodificar un sistema de signos cuyos componentes ya son tres. Acaso con la pandemia ocurrió algo semejante. Se han entablado rotundas dicotomías: encierro absoluto vs. libertad total, reclusión estricta vs. salidas plenas, confinamientos rigurosos vs. aperturas generales. Los fanáticos de las dicotomías se declararon de inmediato a favor de un lado o del otro (pero todos a favor de la propia dicotomía).
La mayor parte de la sociedad, empero, vivió según creo todos estos meses una vida que no encajó en una partición dual tan esquemática y tan simple.