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opinión

La tentación populista

Todo crítico ha sentido alguna vez el deseo de asesinar no solo al director de la película X sino a todos aquellos que declaran que la película X es una maravilla.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

La expresión “cine iraní” suele usarse como sinónimo de aburrimiento y esnobismo intelectual, probablemente a partir del estreno en Buenos Aires de El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, en 1998. Puede que quienes apelan a ese sobreentendido no hayan visto ninguna película iraní, pero la frase viene acompañada de un tácito “ya se imaginan”. Su empleo ignora que Kiarostami fue un cineasta extraordinario, que filmó películas bellas, misteriosas y rabiosamente contemporáneas que anunciaban que el cine seguía teniendo ese esplendor tan raro de ver en los años posteriores. “Cine iraní” sintetiza la irritación del espectador frente a una aclamación que considera exagerada, refleja la tentación populista de atribuir los elogios a las películas que no nos gustan a una confabulación de tontos y de ignorantes que intentan manipular el juicio colectivo. 

Todo crítico ha sentido alguna vez el deseo de asesinar no solo al director de la película X sino a todos aquellos que declaran que la película X es una maravilla. Algunos cuentan hasta mil y tratan de refutar o destruir X con talante olímpico y sin hacer referencia a quienes amaron X o la pusieron al tope de sus preferencias anuales. En cambio, los críticos populistas pueden producir pasajes como este que aparece en una nota de Diego Papic en la revista Seúl: “Una película es buena si la querés ver por segunda vez (...) No me imagino a nadie queriendo ver Drive My Car más de una vez. (...) No vas a poner Drive My Car en el Chromecast un domingo a la tarde con el mate”. El populismo crítico, como su primo político, se asume como representante de la voz del pueblo sano. Para el otro, ni justicia o, en todo caso, una ironía perdonavidas: “Ojo, quizás algunos lo hacen, hay gente para todo. Y los banco”. 

Los críticos populistas suelen manejar un repertorio de sobreentendidos. Más abajo, a la hora de ofrecer un reparo concreto sobre la película, dice Papic: “Hay una escena cerca del final, la escena cúlmine, en la que los protagonistas dicen unos monólogos, reconcentrados, serísimos, y el plano está quieto, sin cortes durante cinco minutos (los conté). Me imaginé la misma escena con Esteban Lamothe y Lola Berthet y comprendí que estoy en contra de Drive My Car”. En una sola frase, aunque le falta mencionar al cine iraní, cabe todo un manifiesto cinematográfico que impugna desde los planos largos y fijos hasta algunos actores argentinos. Para el público sano, esas cosas se sobreentienden como anatemas y se combinan en una mirada que el crítico enuncia.

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A todo esto, Drive My Car es una película del japonés Ryusuke Hamaguchi que dura tres horas, ganó un premio en Cannes y tuvo críticas muy elogiosas. Ambiciosa y original, mezcla a Haruki Murakami con Chejov, el cine con el teatro, la emoción de los actores con la de los personajes y la comedia con los relatos tremebundos. Hamaguchi no sabe adónde va pero sigue adelante, como si la película se desarrollara sola y lo preservara así del academicismo. Con el viejo Saab rojo conducido por su chofer malhumorada por las calles y las rutas de Hiroshima, con sus conversaciones registradas en el interior del coche, Drive My Car es una de las películas que mejor han usado el automóvil en la historia del cine. Por ese solo deleite, valdría la pena verla en continuado.