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La tía Noemí

Mi primer recuerdo es el recuerdo de un efecto. Yo estoy pateando una pelota de goma contra la pared.

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Mi primer recuerdo es el recuerdo de un efecto. Yo estoy pateando una pelota de goma contra la pared. La pelota rebota, vuelve, la pateo de nuevo y pienso: “¿Tengo que ir o no tengo que ir?”. Mi tía Noemí me había dicho, elogiándome: “Ay, Dani, con tu pico de oro vas a ser abogado o escritor, vas a terminar yendo a los almuerzos de Mirtha Legrand”. Que eso haya sido dicho hace más de cincuenta años indica lo poco que cambió la Argentina y qué idea rara pero atinada tenía mi tía Noemí del éxito en nuestro país.

Mi tía Noemí era la hermana de mi madre, la que la seguía, trabajaba en el comercio familiar de mis abuelos, “Tienda La Modesta, la que para sus compras se presta”. Era un comercio raro. Fiaban, prestaban, escuchaban a los clientes. Recuerdo a mi tía Noemí detrás del mostrador, escuchando por horas a una señora viuda que le relataba su ristra de desdichas interminables. Noemí se retorcía las manos de sufrimiento, era una con el dolor ajeno y tenía la esperanza puesta en el ajeno bien, en el alma ajena. Fue la persona más buena que conocí. Preocupada siempre por los demás, no salió casi nunca del barrio natal, nunca dejó de llamarme en cada uno de mis cumpleaños, de preguntarme por mi vida, con el decoro y la discreción propia de quien sabía querer sin molestar.

Este último año fue una larga agonía, y en los momentos de extravío, cuando confundía a las personas y los tiempos, preguntaba quién me estaba llevando al colegio. Ayer, entre el barro de las tumbas recién abiertas, la enterramos en el cementerio de San Martín. Mi prima Moni, su única hija, se mostró entera, y su sobrina Sandra leyó un antiguo rezo de difuntos, y mi tío Arón, el elegido del amor, temblaba entregado a su pérdida mientras mi madre miraba el cajón de madera que recibía flores y puñados de tierra y empezaba a cantarle una canción.

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