Maria Konnikova parece el nombre de una campeona rusa de tenis, y es cierto que es rusa, pero no se dedica al tenis sino al póquer. En realidad, no es exactamente rusa (llegó a EE.UU. a los cuatro años) ni tampoco es exactamente jugadora sino una doctora en PPPsi Psicología que el año pasado publicó El gran farol (“farol” es bluff en España), donde cuenta cómo sin haber jugado nunca (“no sabía ni cuántas cartas había en el mazo”) se acercó a Erik Seidel, un jugador que ganó 35 millones de dólares, y le pidió que la guiara para poder participar, pocos meses más tarde, en la Serie Mundial, el torneo más famoso de la disciplina.
Al Alvarez tiene un libro apasionante sobre el mismo torneo, Crónica de un gran juego (1983). Aunque ambos escribieron en el New Yorker, hay al menos dos diferencias con Konnikova: Alvarez era un jugador que quería retratar a los mejores en su oficio (o vicio, Alvarez se fundió un par de veces por culpa del póquer) mientras que el de Konnikova es, ante todo, un libro de autoayuda en el que desarrolla la idea de que el aprendizaje del póquer puede ser una escuela para la toma de decisiones (“Este libro no trata sobre cómo jugar al póquer, trata sobre cómo jugar en el mundo”). Suena un poco vulgar, y lo es, pero se sabe que no hay como un ruso para ser un perfecto norteamericano que quiere hacer carrera y ganar dinero, a pesar de que su abuela judía (sé de qué hablo, yo también tuve una abuela judía, rusa y puritana) le exija que dé clases y no arruine su vida con un asunto tan infamante como el juego. Konnikova llega a afirmar que Las Vegas es la verdadera representación de los Estados Unidos, tanto porque todo el mundo está allí para tener éxito como porque en las mesas de los casinos no importa si uno nació en cuna de oro o en el último rancho del país.
De todos modos, Konnikova se toma su trabajo en serio y, mientras cuenta cómo empieza viajando todos los días a Nueva Jersey para jugar online (porque en el estado de Nueva York está prohibido) y luego se abre camino en el mundo de los torneos, relaciona su experiencia con una variedad de experimentos de la psicología cognitiva. Inspirada en John von Neumann (junto con Alan Turing, uno de las dos mentes que concibieron las computadoras), quien se apasionó con el póquer porque decía que era el único juego que combina de manera indecidible la habilidad con el azar (a diferencia del ajedrez, que es pura precisión, y de la ruleta, que es pura suerte), Konnikova habla, por ejemplo, del efecto Dunning-Kruger, por el cual “cuanto más incompetente eres, menos consciente eres de tu incompetencia” (lo que explica por qué hay tantos burros en todos los ámbitos de la vida) y, mientras aprende de sus fracasos, entiende que el póquer, además de un manejo sencillo de las probabilidades, se reduce a manejar la confianza y la observación para administrar con fluidez los momentos en los que hay que pasar, aceptar una apuesta o redoblarla, porque de eso se trata todo.
Nunca me interesó el juego pero debo hacer una confesión. Después de leer El gran farol siento la tentación de meterme en el mundo del Texas hold’em sin límite y me temo que a muchos lectores les puede pasar lo mismo, aunque Konnikova y su abuela nos recuerdan que muchos grandes jugadores acabaron en la ruina por creer que finalmente dominaban el juego.