Roberto Lavagna no demostró demasiada cintura política durante la campaña. Dicen los que trabajaron con él que tiene dificultades para construir estructuras y que su actitud es tan desconfiada y conspirativa como la de Kirchner. Se quejan de su excesiva distancia y frialdad pero tal vez esta presunta debilidad fue la que le permitió hacer la proyección post electoral más acertada. Clavó el bisturí en el lugar exacto. Puso luz sobre la madre de todos los problemas que se vienen. Sobre el principal peligro que acecha a la democracia: la fractura social a la venezolana.
Tuvo que ser un economista de prestigio académico y de probada capacidad como piloto de tormentas el que –al revés de sus colegas– puso el eje en la política. El resto identificó los próximos obstáculos en los dibujos para ocultar la inflación, en la falta de crédito e inversión, y los más ortodoxos –para variar– en las tarifas y el aumento del gasto.
La presidenta electa después transmitió su satisfacción por la carta de buenos augurios que le envió “Roberto”, como le dicen en el Gobierno cuando lo quieren, o “El Pálido”, como le dicen cuando lo odian. Se pueden advertir sutiles reacomodamientos frente al nuevo escenario que abrieron las urnas. Nada es definitivo pero así como el radicalismo de Gerardo Morales, Mario Negri y Víctor Fayad mira con mucha más simpatía que antes a Elisa Carrió y Margarita Stolbizer, se puede registrar a un Lavagna mucho menos enojado con los Kirchner. ¿Se quebrará UNA para convertirse en DOS repartidos en ambos lados del mostrador del poder? Todavía es prematuro para afirmarlo. Recién se están procesando los sinsabores y elaborando las pérdidas. Y además no conviene meterle demasiado ruido de migraciones partidarias al peligro principal que advirtió Lavagna, quien se ofreció como mediador o facilitador del diálogo si resucita y se multiplica la maldita antinomia de tiranos vs. gorilas.
El ejemplo de la Venezuela de Chávez fue muy gráfico. Tiene muchas similitudes con la Argentina de Perón. Son dos países, dos clases sociales y dos culturas en un mismo territorio. La reforma que busca eternizar a cualquier precio a Hugo Chávez y su socialismo de petrodólares potenció al máximo los enfrentamientos y las masivas movilizaciones que están siempre al borde del desborde violento y del asesinato político. Por un lado, la mayoría de los pobres, de los morochos, de los medios de comunicación estatales y de los militares idolatra a Hugo Chávez. Reconocen que –igual que Perón– puso a los más humildes en la mesa de las discusiones y los asistió con hospitales y alimentos como nunca antes había sucedido.
Por otro lado, la mayoría de las clases medias y altas, de los rubios, de los medios de comunicación privados y de los estudiantes aborrece a Hugo Chávez. Denuncian que –igual que Perón– por el camino del culto a la personalidad y del autoritarismo erosiona las instituciones republicanas. Ambos sectores utilizan terminología religiosa para expresar sus convicciones. Para unos, Chávez es “un diosito bendito” y para otros, “un diablo rojo”. Está claro: unos se sienten en el paraíso y otros, en el infierno.
¿Existe realmente ese peligro en la Argentina? ¿Es tan grande la fractura de la sociedad? Por ahora no. Todavía estamos muy lejos. Pero después de las elecciones hubo resentimientos que se expresaron brutalmente que obligan a encender algunas luces de alarma en el tablero democrático. Nadie habla de congelar los debates. Todo lo contrario. Este momento histórico de la Argentina necesita los debates más profundos y apasionados. Pero el límite debe ser la racionalidad que permita mantener una cohesión de los argentinos que nos evite volver a los peores tiempos de la historia. Como todo, la responsabilidad principal es del Gobierno. Pero los líderes de la oposición son co-responsables para no herir de muerte la convivencia de los diferentes. La democracia se hunde entre blancos y negros y reflota en el mar de la variedad de colores. Hubo muchos que borraron peligrosamente la diferencia entre adversarios y enemigos.
Del lado del Gobierno: el mismísimo Presidente dijo que los gorilas votaron a Carrió, y el jefe de Gabinete, que la soberbia de los porteños votó como si fueran una isla.
Del lado de la oposición: Elisa Carrió retrocedió varios casilleros cuando planteó que los pobres habían votado encarcelados por el clientelismo y que la segmentación natural del voto funcionó como una limitación para la legitimidad del triunfo de los Kirchner.
Mariano Grondona llegó a escribir que vislumbra una “dinastía plebiscitaria sin fin a la vista que dio nacimiento a un nuevo sistema político”. Epa, epa. El rencor no debe hacer perder de vista un dato perogrullesco y clave: mientras las elecciones se ganen con votos, solamente con votos se puede cambiar un gobierno. Ni Elisa Carrió tiene nostalgia de Videla como dijo Kunkel. Ni vivimos en un país bananero como ofendió Carrió.
No podemos reciclar conceptos jurásicos que la historia ya puso en su lugar. Alguien escribió con acierto: “Alpargatas sí, libros también”. Ojo con dividir a la Argentina entre tiranos y gorilas. Venezuela es el espejo en donde no debemos reflejarnos. Cristina dijo en su noche de gloria que el odio no construye. Y tiene razón. Ojalá sea su convicción profunda y no solamente ese maquillaje que según confesó tanto le gusta usar…