Si se devalúa, se suben brutalmente las tasas, se pacta con el FMI, se le paga a Repsol, se modifica el Indec, se jura asistir al prohibido Tedeum del 25 de mayo –entre otras deserciones al relato oficial–, ¿por qué no seducir de nuevo a La Tota y a La Porota (así conocidos en el mundo duhaldista al que siempre pertenecieron, emblemas pejotistas del elenco de los barones de Conurbano y que contribuyeron a que Cristina fuera dos veces elegida Presidenta)? La respuesta obvia se consumó ayer: sin prejuicios, aterrizó la mandataria en Florencio Varela, reducto de La Tota (Julio Pereyra). Pronto lo hará en Ituzaingo, la cabecera de Alberto Descalzo, La Porota. Regresa la dama a este núcleo especializado en producir y contar votos de la mano de Julio De Vido, quien cultiva a estos personajes desde los tiempos de Néstor, cuando a través de obras y certificaciones (casi más importantes que las obras mismas) logró un rosario de adhesiones que le permitió almacenar un volumen inédito de votos para la “década ganada”. A Ella, sin embargo, ese contacto le resultaba irritante, casi despreciable por la presunta connotación derechista de los participantes, y nunca intervino para frenar la ofensiva de La Cámpora, que intentó desalojar a estos intendentes o a la estructura cupular del peronismo bonaerense. No le fue bien en esa ocurrencia a Cristina.
Y Sergio Massa, como se sabe, reclutó más de veinte intendentes quejosos para ganar el año pasado las elecciones, mientras que este 2014 continuaba en la contratación –con La Tota y La Porota en conversaciones– abriendo el libro de pases con Raúl Othacehé (Merlo), uno de los más representativos del cuestionado sector y uno de los mejores armadores políticos del territorio. Ese salto casi pasó inadvertido en los medios y en la desidia gubernamental, a pesar de que el propio Néstor –en su momento de apogeo– debió interesarse en neutralizar y negociar con Othacehé, entonces algo distraído del oficialismo y en andanzas verbales con Francisco de Narváez. Ocurrió que, anoticiado por Massita (entonces jefe de Gabinete de Cristina) de que Othacehé había organizado un asado con otros intendentes también dubitativos en el respaldo a CFK, se trepó al helicóptero de su mujer y se apareció en el asado con la pregunta “¿No me van a invitar?”. Hubo una larga tenida y algún tipo de acuerdo respetuoso: los obligados anfitriones no abandonaron al kirchnerismo, pero presentaron gente también en la lista opositora. Simultáneamente, un juego a dos bandas. Entonces, como ahora, no se trató de un problema de convicciones o lealtad: Othacehé y los otros emigraban para no perder la voluntad de sus seguidores, para seguir en sus cargos luego de las votaciones.
Antecedente que ahora evaluó finalmente Cristina. Sin saber de asados, ante el hecho consumado de la partida de Othacehé y la sangría territorial que le provoca Massa, vuelve resignada a las fuentes, se fotografía y ayuda a los antes impresentables intendentes, les entrega el PJ para que decidan por su cuenta y le otorga carta blanca a De Vido para que formalice con ellos las “efectividades conducentes” de las obras. De última, dirá la mandataria, si hago el viraje económico que menos me gusta, ¿por qué no cambiar también en lo político? Si en la facultad aprendió que “el que puede lo más, puede también lo menos”.
Este giro le permite pasar de la depresión al esplendor, reapareciendo volátil, exultante, en el municipio de La Tota, casi con triunfalismo cinematográfico, anticipo de un acto masivo organizado por los mismos barones en marzo, frente al Congreso, luego del aciago enero en que sólo pensaba ocultarse bajo las sábanas. Cuando desde el búnker observaba los movimientos de quienes, ella suponía, la querían destronar antes de tiempo.
Flota ahora aliviada, otra vez, en cierta estabilidad económica –si ese calificativo puede atribuirse a que se detuvo el dólar paralelo y no se despeñan las reservas– gracias a recetas elementales, ortodoxas, más la colaboración de los bancos. Esa precaria bocanada le habilita además una ventana política para precisar su objetivo: mantener o mejorar el 25 o 30% de los votos que las encuestas dicen que posee.
Con ese capital, cree, de mínima puede fulminar a un candidato dentro del peronismo y, quizás, encumbrar a otro. O caminar por el medio de ambos con algún aspirante inofensivo. Nadie en este esquema ficcional debe superar para el 2015 el 20% de los votos. Si se da este acertijo, el kirchnerismo puede figurar en la doble vuelta o ser determinante en el respaldo a uno de los dos finalistas.
Este ensayo teórico ya se lo plantearon a ella misma en el enero negro, cuando el declive económico resultaba tan inquietante que algún funcionario influyente, y tal vez enviado, consultó por la crisis a Roberto Lavagna. No era la única herejía, claro. Era cuando se iniciaba el conflicto con Marcelo Tinelli –pelea inconclusa– y Othacehé mudaba la camiseta mientras otros intendentes rumiaban su malestar. Lo de Othacehé significaba además un golpe a Daniel Scioli: su mayoría parlamentaria en la provincia quedaba expuesta, gobernar en esas condiciones le resultará mucho más caro, tendrá que apelar al banquero de devoción cristinista que le presta plata a las provincias con cláusula de dollar-linked.
Alguien de ese universo se lo explicó a Cristina, al tiempo que también le señaló las torpezas gubernamentales en las elecciones pasadas, cuando hasta se olvidaron de carteles y materiales proselitistas en algún galpón. Debió aceptar las críticas, embebidas en un dulzón requiebro para no lastimar la naturaleza femenina, soportar insolencias sobre La Cámpora –buenos muchachos, hacen lo que se les dice, pero no pidas mucho más– y, sobre todo, hasta impugnaciones sobre la inutilidad de ciertos funcionarios de la Casa Rosada, lo que generó más de una discusión.
En una de ellas, cuando los dardos llovieron sobre Juan Manuel Abal Media –ahora crítico de la administración, al igual que algún familiar suyo–, el entonces jefe de Gabinete dispuso de pocos argumentos para defender su impericia. Le molestó a Cristina. Ella misma condujo el interrogatorio posterior agarrada al respaldo de una silla, hubo reconocimiento y moqueo de su colaborador, disgusto creciente y hasta algún lagrimón del compungido y afectado “mexicanito”. Como se sabe, días más tarde, lo sacó del Gobierno.