La semana pasada, en esta misma columna, se comentaban las razones que llevaron al Banco Central de la Argentina, a dejar caer el precio del dólar a un valor cercano a los 3 pesos. El punto central del argumento era la necesidad de frenar la demanda de dólares y volver a inducir al público a “comprar” pesos y depositarlos en el sistema financiero. La huida hacia el dólar se produjo por un shock de desconfianza en la capacidad del gobierno por instrumentar la política económica que necesita ahora la Argentina, para desacelerar la tasa de inflación, desmantelar “suavemente” la maraña de subsidios y distorsiones de precios relativos, alentar la inversión, superar la crisis energética y prolongar en el tiempo las altas tasas de crecimiento pasadas.
En ese contexto, el conflicto con el campo no hizo más que confirmar que el kirchnerismo, hasta ahora, no está dispuesto a instrumentar los cambios necesarios. Pero este intento por frenar la fuga de capitales tiene un costo muy elevado en materia de tasas de interés y de competitividad. En otras palabras, dado que el discurso oficial no ha hecho ningún esfuerzo por recuperar la confianza de los inversores, el Banco Central sólo tiene un instrumento para “convencer”: otorgar un premio lo suficientemente grande, para que, aun los más desconfiados, estén dispuestos a “apostarle al peso”. Ese premio implica asegurar una tasa implícita en dólares del 15% anual, con operaciones en el mercado de futuros, altas tasas en pesos, y un dólar “barato”.
Pero un dólar bajando en términos nominales, conviviendo con una tasa de inflación “verdadera” que oscila en torno al 2% mensual, con meses cercanos a tres y otros al 1,5%, implica una rápida pérdida de competitividad para aquéllos que exportan bienes o servicios (como el software, o el turismo receptivo, que es una forma de “exportar”). Esa pérdida de competitividad es sólo compensada por la revaluación respecto del dólar del resto de las monedas de los países con los que la Argentina comercia. En especial, el euro, el real brasileño, y el peso chileno. Estas monedas se revaluaron contra el dólar (y el peso) un 15%, en promedio, durante el último año. Pero la revaluación argentina del último mes redujo esa brecha al 10%, menos la diferencia de inflación anual –un 15/ 20%– hace que la pérdida de competitividad cambiaria del último año sea de, aproximadamente, 10/15 por ciento.
En otras palabras, la producción argentina es un 15% más cara, en promedio, que un año atrás.
Historias. Este es un promedio y cada sector tiene una historia diferente. Los sectores intensivos en trabajo vieron crecer fuertemente sus costos laborales, dado que los mismos, en casi pleno empleo y con elevada inflación, han seguido, más o menos, la evolución de los precios internos. Si su productividad por obrero ocupado no creció fuertemente hoy, seguramente, están decididamente peor que un año atrás. Los que, por tipo de producto o la tecnología que emplean, presentan poca incidencia de mano de obra en sus costos, posiblemente, todavía muestran una rentabilidad aceptable, pero, también seguramente, menos aceptable que los meses pasados. Por último, quienes venden fuera del área dólar están claramente mejor, por la revaluación comentada, que quienes compiten con precios en dólares. (El turismo o la ropa en Miami, por ejemplo).
¿Y entonces? Entonces, lo que sirve para contener la salida de dólares y la baja en los depósitos en pesos, no sirve para mantener la competitividad cambiaria local. De allí que, durante esta semana, hayamos visto a banqueros algo aliviados y a exportadores y sustitutos de importaciones, cada vez más preocupados.
Estamos frente a una especie de “trampa 22”. Intentar recuperar el valor del dólar, en este contexto, no hace más que subir la inflación y acelerar la huida del peso. Mantener este valor del dólar, “hasta que aclare”, implica más pérdidas de competitividad, menor incentivo a la inversión, más problemas de actividad.
El escenario internacional nos ayuda, todavía, a salir de esta trampa a costos relativamente bajos. Pero, paradójicamente, para lograrlo, el Gobierno debería estar dispuesto a hacer lo que ha dicho que no quiere hacer: cambiar.
Cuando el kirchnerismo dice “si quieren cambiar la política económica” esperen cuatro años y voten por otros. Se equivoca. No porque seamos “golpistas”, sino que, en economía, no se esperan cuatro años para votar. Se vota todos los días. Si el BCRA necesita tener el dólar a $ 3 y la tasa en dólares, supuestamente, “libre de riesgo” en el 15% anual, el “resultado de la elección” es muy claro. Frente a eso, la demanda de otras políticas está clara y no hay carpas en el Congreso, ni pingüinos inflables, ni muchedumbres marchando que lo compensen.