Yo no escribo casi nunca pensando en los lectores; pero a veces, sí; pienso en el lector joven de dentro de cincuenta años”, reflexionaba Pío Baroja. A medio siglo de su muerte, nosotros formamos parte de esos lectores que él imaginaba. ¿Qué pensamos de ese escritor casi olvidado y en cierto modo ajeno a los gustos actuales?
Es difícil adjudicar sus ideas a una tendencia determinada. Nacido en 1872, estuvo en medio de la primera generación de niezstcheanos –la de Stefan George, Gabriel D’Annunzio, Maurice Barrès, Hugo von Hofmannsthal y José María Vargas Vila– y la segunda, la de Oswald Spengler, Ernst Jünger, Carl Schmidt, Hermann Keyserling, Fernando Pessoa, Leopoldo Lugones –como también Benito Mussolini y Adolf Hitler lo fueron a su manera.
Un Nietzsche fragmentario e incompleto fue igualmente uno de los inspiradores de la llamada “Generación del ’98” española, a la que Baroja negó pertenecer pero con la que tuvo muchos puntos en común. Fue el primero en introducir al pensador y poeta alemán en la Revista Nueva (1899) con el artículo Nietzsche y su filosofía y escribió, para el diario El Imparcial (1901), Nietzsche íntimo, una introducción a sus cartas, que había traducido.
La primera época de su obra estuvo influida por las ideas nietzscheanas del vitalismo dionisíaco y el culto al superhombre. Luego se deslizó hacia un escepticismo pesimista más cercano a Schopenhauer –maestro del que Nietzsche había renegado–, y aquél lo llevó a cierto fatalismo budista. Esta combinación filosófica explica en parte la confusión de sus ideas políticas, donde la izquierda y la derecha estaban inextricablemente mezcladas, aunque quizás esa característica señale, precisamente, la herencia de Nietzsche, autor reivindicado a la vez por anarquistas y fascistas.
Baroja simpatizaba con los anarquistas, a quienes dedicó la primera novela política de la literatura española del siglo XX: Aurora roja. Del anarquismo sólo rescataba la parte destructiva, no su colectivismo libertario. Se decía “anarquista espiritual” y podría llamárselo “anarquista de derecha”. Los límites indefinidos de su anarquismo con un liberalismo puro lo llevaban, a su vez, a lindar con cierto conservadurismo cercano al despotismo ilustrado de las elites intelectuales. La ultraizquierda y la derecha se unían en él en un común desprecio por la República burguesa, el parlamentarismo, el sufragio y el rechazo por la democracia y el socialismo demasiado plebeyos. “Yo he sido siempre un liberal radical, individualista y anarquista. Primero enemigo de la Iglesia, después del Estado. Mientras estos dos grandes poderes estén en lucha, partidario del Estado contra la Iglesia, el día en que el Estado prepondere, enemigo del Estado.”
Dos caras. La unión de los contrarios –izquierda y derecha– coincidía con otros pares de opuestos que desgarraron igualmente la vida y la obra de Baroja: el interior y el exterior, lo inesperado y lo cotidiano, la turbulencia urbana y el sosiego provinciano, el vagabundeo y el sedentarismo. Ya en su infancia, desde el refugio quieto de la casa solariega, veía el mar como “un augurio de libertad y de cambio”.
Los personajes barojianos, más que aventureros o viajeros, eran, como él mismo, caminantes que miraban alrededor, sin hacer nada o conversando y filosofando con alguna circunstancial compañía. Se ha señalado que las obras de Baroja no cuentan por lo que pasa en ellas –ni siquiera por aquellos a quienes les pasa algo– sino por dónde suceden. Así, los recuerdos del lector serán una calle de ciudad, un camino, una taberna, un rincón. Baroja aprobó esta observación y se comparó con los pintores impresionistas que daban trascendencia al paisaje, al ambiente. Al concebir una novela, primero creaba el escenario y después ubicaba en él a los personajes.
La mayor aventura para el escritor de clase media urbana ha sido el recorrido por los bajos fondos de las ciudades. La trilogía La lucha por la vida (La busca, Mala hierba y Aurora roja, todas de 1904) era un testimonio de esa clase de aventuras pero constituyó, a su vez, el único testimonio literario casi documental del Madrid miserable de fines de siglo XIX, con sus lugares siniestros –cuevas, chozas de barro, casas de vecindad– y hampones, mendigos, chulos y prostitutas. Esos ámbitos no fueron tema para ningún otro autor realista o naturalista español de su tiempo ni lo habían sido para la novela picaresca del siglo XVI, que se quedó a mitad de camino por la censura y las limitaciones de su época. Más cerca estaba, en cambio, de la novela inglesa a lo Dickens, de la rusa, de los folletines franceses de bas fonds y hasta del “género chico” madrileño.
La fascinación literaria por los marginales antes que por los trabajadores, el “romanticismo del mal”, no lo apartó demasiado del realismo porque las condiciones sociales del Madrid preindustrial de fines del XIX y comienzos del XX –con desocupación, inmigración de campesinos hambrientos y “repatriados” de las colonias– originaban una peculiar masa popular, variopinta de lúmpenes y con escaso número de obreros.
La clase alta y la clase media, que integraba Baroja, no aparecieron, en cambio, bien representadas en su obra, tal vez porque su familia pertenecía a un sector social de “burgueses raros”. En Baroja los ataques a la burguesía no surgían del análisis de una clase social sino del resentimiento de hidalgo pobre y del esteticismo del artista contra el filisteo. Esa falencia se notaba incluso en sus memorias, donde hablaba de todo menos de su familia y de su propia intimidad. Su hermana Carmen reveló: “Nunca vio ni le interesó lo que había a su lado (…) No sabía cómo era su padre, ni sus hermanos, ni él mismo”.
En ese girar sobre sí de los varios volúmenes de memorias, llama la atención que no aludiera jamás a ninguna relación sexual o sentimental, salvo un fugaz encuentro en un tren con una mujer a la que no volvería a ver. También el erotismo estaba ausente en sus novelas. Acaso la importancia de los personajes secundarios y esta falta de intimidad con los otros explican un rasgo, observado por Ortega y Gasset: los personajes y los acontecimientos en las novelas barojianas “van y vienen rápidos, insignificantes, rozando apenas nuestra emoción, exentos de un ayer y de un mañana (…) Llueven torrencialmente sobre cada volumen las figuras sin que nos dé tiempo a intimar con ellas”.
Ese carácter fragmentario y discontinuo de las tramas y de los personajes ha sido defendido por su autor: “A mí el libro que me gusta es el que no tiene ni principio ni fin (…) Me agrada la novela permeable y porosa, la melodía larga que sigue y no concluye, sin deseo fijo de llegar a ninguna parte”. La modernidad de Baroja, que provocó el entusiasmo de John Dos Passos y de Ernest Hemingway, probablemente residía en el carácter de “obra abierta” de esas novelas de forma múltiple, proteica, híbrida, que no se regían por códigos, y abarcaba todos los géneros: un saco donde cabe todo. El autor se mimetizaba con un personaje o varios, o era el mismo narrador, dando la sensación de que se trataba del fluir de la vida misma. Aunque esa espontaneidad no era, al fin, sino otro recurso literario. O, como lo llamó un crítico, una “retórica en tono menor”.