Es obvio que es el problema central de la economía argentina, y el equipo económico no precisa que, una y otra vez, las autoridades del Fondo Monetario Internacional (FMI) se lo subrayen. Luego de 20 años de ambigüedades, se precisó llegar a estas cifras alarmantes para un mundo que había desterrado la inflación como herramienta de política de corto plazo y solo acudió a ella para salvar la crisis de la pandemia. El pánico en el mundo “desarrollado”, cuando las tasas rozan los dos dígitos (anuales, claro), es tan grande, que no ven con malos ojos acudir a las viejas fórmulas “recesivas” con tal de dominar el alza de precios y recién entonces volver a crecer.
Este nuevo consenso no alcanza para constituirse en cimientos para una política antiinflacionaria efectiva por tres razones principales. La primera es histórica: no hay una explicación común acerca de cómo se llegó a estos guarismos. Mientras la raíz fiscalista (el persistente déficit fiscal acumulado desde hace 20 años) va ganando adeptos, otros prefieren señalar la constante manía de los argentinos en demandar dólares y huir de su propia moneda. También están quienes eligen matar al mensajero: la oferta de los productos más sensibles está cartelizada y hacen uso y abuso de su posición en el mercado.
En los albores electorales, empieza a sonar fuerte la consigna de bajar el gasto drásticamente, “como sea”, para no seguir financiando, con recursos cada vez más escasos, el agujero negro del Tesoro. Es cierto que el gasto público consolidado aumentó un 15% del PBI desde que la licuación posconvertibilidad lo dejó en menos del 25% en 2002-2003 y que esa diferencia fue financiada con más impuestos, reservas del Banco Central, deuda (a partir de 2016, sobre todo) y emisión monetaria. Argentina es el país de América Latina con mayor presión fiscal general, pero, sobre todo, como sigue teniendo una gran evasión, se acentúa sobre la porción de la economía formal (un 60%) y no del total. Aumentar por sí solas las alícuotas o crear nuevos impuestos (a los más de 170 que ya están vigentes) suena a otra utopía. Es más, muchos sostienen que, siguiendo el principio de la “curva de Laffer” (por el economista reaganiano Arthur Laffer), bajar las alícuotas o eliminar muchos de estos impuestos haría crecer la recaudación impositiva.
Pero la gran divisoria de aguas se da en el timing de la cirugía mayor para poder retrotraer el gasto público al nivel en que era sostenible (podríamos ubicarnos en un momento de equilibrio como 2007, por ejemplo). Decir esto sin adentrarse en la estructura del gasto es alimentar el voluntarismo: el 60% del presupuesto nacional corresponde al gasto previsional y de asistencia social; más de la mitad de los jubilados cobra el mínimo, por lo que difícilmente una baja nominal podría hacerse sin inconveniente.
Un tercio del déficit fiscal está explicado por las transferencias a las provincias, y si precisan cada vez más ingresos es para sostener empleo público que oficia de un seguro de desempleo y clientelar al mismo tiempo, además de sus sistemas jubilatorios quebrados. Otro tercio corresponde a subsidios a empresas públicas o al sistema energético y de transporte: tocar eso implica socavar los ingresos de sus usuarios, por definición, los sectores medios y bajos de la población.
Por último, otro porcentaje importante se destina a pagar servicios de la deuda interna o externa, crecientes cuando no se pueden renovar voluntariamente por no haber podido cerrar la brecha fiscal oportunamente. Un círculo vicioso que retroalimenta la falta de competitividad, el estancamiento del empleo y la pobreza estructural.
El pesimismo para la declarada “guerra contra la inflación” se asienta en que la voluntad de realizar esa cruzada se pone a prueba con la innumerable lista de oposiciones e inconvenientes que irán apareciendo. El optimismo, en que, a largo plazo, la presente no es de equilibrio estable ni se puede prolongar en el tiempo.
Martín Schwab y Etchebarne acuñó, hace casi 40 años, la frase que desnuda los vicios de la economía argentina (y de sus protagonistas): socialismo sin plan y capitalismo sin mercado. Cualquiera que sea la posición acerca de cómo volver a crecer y eliminar la inflación, obligará a sus impulsores a entender mejor la letra chica y el entramado de dónde quieren poner el acento: una estructura burocrática que haga realidad la empalagosa propuesta del “Estado presente” y reglas de funcionamiento para facilitar la competencia y la transparencia. Lo demás se dará por añadidura.