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NEGOCIO, GUERRA TRIBAL, MUERTE, LA MISMA REPUGNANTE HISTORIA

La verdad

Primero, los hechos. El chico, dicen, cantaba como todos, eufórico, con medio cuerpo asomado por la ventanilla del micro. Entonces fue el estruendo. El sintió como un fuego en el pecho y la caravana paró. Llamaron a una ambulancia. La esperó, dolorido, sentado en la vereda. La bala lo mató. Se llamaba Emanuel Alvarez, seguía a Vélez, su club. Tenía 21 años. Nadie sabe quién le disparó ni por qué. El partido contra San Lorenzo se suspendió por el reclamo violento de los hinchas. El resto de la fecha se jugó normalmente. No hubo quita de puntos. Eso es lo que sucedió, lo verificable. ¿Es ésa la verdad? ¿Lo es?

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“Esta terrible crueldad, ¿De dónde sale? ¿Cómo ha arraigado en el mundo?  ¿De qué  semilla ha brotado? ¿De quién es obra? ¿Quién nos mata?  ¿Hay en ti esa oscuridad?  ¿Has vivido esa negra noche?”Voz en off de La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick

Primero, los hechos. El chico, dicen, cantaba como todos, eufórico, con medio cuerpo asomado por la ventanilla del micro. Entonces fue el estruendo. El sintió como un fuego en el pecho y la caravana paró. Llamaron a una ambulancia. La esperó, dolorido, sentado en la vereda. La bala lo mató. Se llamaba Emanuel Alvarez, seguía a Vélez, su club. Tenía 21 años. Nadie sabe quién le disparó ni por qué. El partido contra San Lorenzo se suspendió por el reclamo violento de los hinchas. El resto de la fecha se jugó normalmente. No hubo quita de puntos. Eso es lo que sucedió, lo verificable. ¿Es ésa la verdad? ¿Lo es?
Esa misma pregunta se hacía Parménides, que era un griego presocrático, no un equipo. El partía de una verdad inmóvil, única, indivisible; mientras que Heráclito, su clásico rival de Efeso, percibía la realidad como cambio. Durante catorce siglos, toda idea de la verdad pasó por la aduana de Dios hasta que la modernidad, a partir de Descartes, colocó al hombre y a la ciencia en el centro de la escena. Fue Nietzsche –cuando no–, el que pateó el tablero con furia y clamó: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Heidegger, tan genial como complejo –Borges juraba que sus textos eran “un dialecto del alemán”–, harto del sujeto dominante, planteó volver a los griegos y a la verdad develada gracias al asombro, a un “estar abierto” a ella. El último toque, como un 9 de área, lo dio Foucault. No hay una verdad, dijo. Hay muchas; y sobre todas ellas, la “verdad del poder”. Ojo con esto. Aunque existan distintas verdades –y poderes–, el más fuerte terminará imponiendo la suya. ¿Queda claro?
Ahora debemos descubrir cuál es el juego en esta triste historia. Estos filósofos son gente rara y –como cierta policía, cualquier comisión y todo burócrata–, suelen tener más preguntas que respuestas. Pero ayudan a pensar. Mucho, ayudan.
En medio de la conmoción, el ministro Aníbal Fernández se movió con la sutileza de un mamut. Indignado con las segundas lecturas, utilizó los medios para aclararle las cosas al país: “¿Cuál es la historia? ¿Qué quieren descubrir? Lo único que hay acá es un asesino al que se le dio por pegarle un tiro en el pecho a un pobre chico. El fútbol no tiene nada que ver con esto. Le pudo pasar a cualquiera”.
Eso es. Ahí tienen la verdad impuesta desde el poder, de la que habla Foucault. Se develará otra verdad, entonces, si nos abrimos a ella y sabemos interpretar los hechos.
Gracias, muchachos, ya entendimos.
Cuando el funcionario del bigote nietzscheneano dice “fútbol” no habla del deporte inventado por los ingleses. Se refiere a la poderosa corporación que maneja un negocio descomunal y asegura, en países como el nuestro, una válvula de escape ideal para equilibrar tensiones sociales. El fútbol no es un simple entretenimiento. Para nada. Sin más líderes y domesticada por la televisión, la identificación de la masa se refugió en lo tribal. Por eso los apasionados hinchas dan la vida –literalmente– por sus colores. Es lo que les queda.
Ese fenómeno dio origen a otra actividad de extraordinaria rentabilidad: el barrabrava profesional. En un país sin internas políticas, tipos como Adrián Russeau, los Schlenker, Rafa Di Zeo, Mauro Martín y toda esa insólita fauna, son estrellas mediáticas que dirimen sus conflictos a lo bestia y negocian con un cadáver sobre la mesa. Sus grupos de choque trabajan para punteros y sindicalistas, organizan actos, custodian, aprietan opositores, cobran comisiones, pactan. Tienen vía libre. El poder –políticos, dirigentes, empresarios–, ya no los protege por útiles. Suena ridículo y sin duda lo es, pero sucede que estos Ernst Röhm de morondanga, hoy, son socios del negocio. Energúmenos de elite.
El discurso de los dirigentes lo ignora todo sobre el pudor. Pocos se salvan. El pendular presidente de Boca, Pedro Pompilio –vice de Macri en una gestión que trajo la novedad de exigir, por estatuto, el depósito y la inmovilización de una millonaria garantía en efectivo a cada fórmula política logrando... que nadie se presente a elecciones–, pidió “ayuda del Estado”. Dijo que ellos, los dirigentes, no son expertos en seguridad. Pero aclaró, por las dudas, que la brutal pelea entre sus barras no sucedió dentro del club. Eso sí suena tranquilizador; parece que fue en la vereda. Por su parte, José Luis Meiszner, secretario ejecutivo de la AFA y delfín del papa Julio I –lejos, en Suiza–, se reunió informalmente con un grupo de periodistas acreditados y les habló como un vendedor de biblias. Se mostró sensibilizado por la violencia social, por la creciente inseguridad y hasta recordó a los desa-parecidos de la dictadura. No se privó de nada.
¿Por qué murió Emanuel Alvarez, entonces? Por esas cosas, dice el Poder. La fatalidad. Vivimos en una sociedad enferma, pero se tomarán medidas. Habrá mayor prevención, más seguridad. Se investigará.
Parece que alguna gente nos toma por idiotas. Se nos ríen en la cara mientras dejan que el tema se diluya. Saben bien que mientras la pelota ruede, la maldita pasión narcotizará a todos. Así será y a nadie le va a importar nada, al menos hasta el festival de lugares comunes que le dedicarán al próximo muerto.
Esa es la puta verdad, señores.