En ocasiones la sentimos extraña, ajena. Llega de afuera, en palabras de otros de nosotros, encubierta en una declaración de Aníbal, de Diana Conti o de D’Elía, por citar sólo a tres entre tantos impresentables. Entonces, ella, la vergüenza, nos invade y acongoja, hurga en las entrañas, descubre emociones acaloradas y eleva el tono rosado casi hasta el morado de la ira.
Pero es la propia la que nos asalta y –vaya paradoja– nos avergüenza, la que tiñe la memoria con el rubor del inevitable crepúsculo. Pregunta, altera el sueño, ¿cómo?, ¿ese que te humilla te representa? Es un reclamo que aturde cuando todo lo que intentamos es olvidar. O seguir durmiendo. En realidad, sus “preguntas” son siempre versiones de la misma. La que repetía en los primeros años de la democracia, después de la dictadura. ¿Recuerdan? Aquella de ¿no sabían nada? La mayoría callaba. Algunos, pocos, tartamudeaban una respuesta a modo de disculpa. La vergüenza extendía su manto, comprendía el miedo, el terror, la censura y perdonaba. Seguramente no volvería a ocurrir.
Pero pasó lo que pasó. El menemismo, los indultos, la liquidación, uno a uno, de los que votaron y confiaron. Cuando, al fin, toda la sociedad volvió la cara para mirarse en el espejo, se la vio ardiendo de vergüenza. Varios se agacharon para no reconocerse en las fotos y en los videos, como Néstor Kirchner cuando presentaba a Menem como “el mejor presidente de la historia”. Otros giraron sobre sí mismos –Daniel Scioli– para quedar mirando de nuevo hacia lo que convenía. La vergüenza, insistía, contra viento y propaganda: ¿Pero, cómo? ¿Fue reelecto, gobernó diez años y ahora resulta que nadie lo votó?
Habrá que ir pensando qué decir. Ella circula, se calienta en las arterias. Nos va a desvelar con su interrogatorio. Encenderá los focos cenitales sobre los hechos que fueron noticia, de tal modo que esta vez nadie pueda ocultarse en el “no sabía”, “el relato contaba otra historia”, “no pensé que choreaban tanto”, “ella hablaba todos los días y decía que todos los demás mentían”.
Acusará, quizá a los gritos: ¿Pero cómo es que ustedes nunca se enteran de nada mientras sucede? ¿Qué clase de personas integran esta sociedad que permite, a quienes les paga y deben servirlos, la repetición del saqueo de sus ilusiones, de su dinero, en el Estado nacional, los sindicatos, las intendencias. Aceptan durante años, casi sin protestar, una corrupción devastadora que se paga con víctimas fatales por desnutrición, por viajar en tren, por miseria, y condena a la pobreza estructural y definitiva a un cuarto de la población.
Después de treinta años de democracia, dirá, no caben las excusas que podían ser válidas para justificar el silencio durante la dictadura. Ahora todo está ahí, es evidente. Hay pruebas, escuchas, papeles, de negociados, de coimas, de estafas, de complicidades con terroristas, y fortunas, increíbles y declaradas, de los Kirchner, de Aníbal Fernández, de De Vido, de Jaime, de ministros, senadores, diputados, que sólo han sido empleados públicos. Además, se inauguran monumentos a sí mismos y se hace un culto a la personalidad que remite a lo peor del primer peronismo, a los nazis, al fascismo y a la dictadura de Corea del Norte.
En cualquier país –gritará la vergüenza– la revelación de esas fortunas inexplicables provocaría un escándalo, ¿y acá, qué? Se prueba, por fin, que Verbitsky era doble agente y trabajaba para los militares, ¿y, qué? Salta la ficha, con foto, del sindicalista Gerardo Martínez como colaborador del servicio de informaciones de la dictadura, ¿y? ¿Nada? ¿Ni siquiera se indignan, como en España?
No creo que, a esta altura, se banque el “yo no los voté” o “yo lo dije”. La vergüenza nos impulsará, casi como una condena, a dar la cara, a poner el cuerpo y a reclamar justicia. Tal vez, como Moisés a su pueblo, escucharemos su voz roja, incesante: “Justicia, justicia perseguirás para que puedas vivir y heredar la tierra”.
*Periodista.