“Francia honra sus contratos”, proclamó Manuel Valls, primer ministro galo, “pero Francia es una nación que pesa, desea paz en Ucrania, y toma sus decisiones soberanas sin que nadie de afuera le dicte cómo actuar”. Se refería a la decisión de suspender “momentáneamente” el envío de dos portahelicópteros Mistral a Rusia, lo que hizo que Washington y otros aliados le reclamaran que volase por el aire todo el negocio y Moscú le dijese que tenía dos semanas para cumplir o para hacerse cargo de un reclamo por más de mil doscientos millones de euros, a su elección.
François Hollande, presidente de Francia, dedicó sus buenas horas en Brisbane (Australia), en el curso de la última reunión del G20, a la cuestión ucraniana en relación con los líderes occidentales y, por lo que atañe a su país, algo más de una a Vladimir Putin, ciertamente menos que la maratón de charlas que ofrendó Angela Mérkel, canciller alemana, en el altar de conversaciones “completas, constructivas y útiles” (Putin dixit) que deben ser el muelle indispensable donde amarrar “una buena chance de solución” para el conflicto en Ucrania.
Menos ardientes fueron el primer ministro japonés, Shinzo Abe, y el presidente de EE.UU., Barack Obama, quienes objetaron la “supuesta anexión de Crimea a Rusia y su acción para desestabilizar el este de Ucrania”. Para remitir al celuloide, casi a la altura del tártaro lituano Charles Bronson en Death Wish (El vengador anónimo), estuvo el primer ministro canadiense Stephen Harper, quien hizo trascender que le había dicho al ruso: “Bueno, creo que voy a estrechar su mano, pero sólo tengo una cosa para decirle: usted necesita irse de Ucrania”.
Putin se marchó repentinamente de la cumbre del G20, luego de 48 horas de tirones, acaso en la más tensa reunión diplomática multilateral posterior al alto el fuego que tuvo lugar el 5 de septiembre, al cabo de siete meses de un conflicto que se llevó más de 4 mil vidas. Los europeos están alarmados por el impacto que están causando en la Eurozona las sanciones aplicadas a Rusia, y de allí la mesura francesa: “Este no es el momento de discutir el contrato (de los helicópteros)”.
También de allí la inversión de Merkel en su colega del Este; las disputas comerciales impactan en la tasa de crecimiento germana.
Más desanudados, Cameron cacarea y Obama sabe que Ucrania es a Rusia lo que Cuba a los EE.UU., al menos por las obvias semejanzas entre Crimea (donde Rusia tiene su flota del Mar Negro) y Guantánamo (donde EE.UU. tiene vaya a saber qué). Por lo tanto: ¿qué mejor que colaborar para que mire hacia el Oeste? Es lo que hace el norteamericano en la medida de sus posibilidades, que no son exageradas.
En las elecciones ucranianas de octubre, aquellos favorables a estrechar los lazos con los EE.UU. desplazaron a quienes se inclinaban por los viejos partidos pro Rusia. Pero, por supuesto, sería poco serio olvidar las comunidades rusófonas. De hecho, ni el presidente Poroshenko ni el premier Yatseniuk lo hacen: las regiones del Este, conocidas como el Donbass, fueron privadas de los servicios públicos y financieros que les brindaba Kiev. Dijo impávido un funcionario de esa ciudad: “El gobierno no puede financiar y proveer servicios donde no existe la presencia de una autoridad”.
Estos contrapuntos en la luminosa Brisbane tuvieron como telón de fondo estratégico las reuniones previas en Beijing de la Asean, que fueron utilizadas para conversaciones densas y mano a mano entre los presidentes Xi y Obama, y Putin y Xi. Los chinos saben que Obama es un dirigente condicionado por una agenda que le irán dictando sus opositores republicanos y carece de espacio –y tiempo– político para desplegar en profundidad la iniciativa del “pivote asiático”.
Un dato a retener: el comunicado final chino de la bilateral China-EE.UU., habla de “grandes potencias”, equiparación que el comunicado final norteamericano soslaya.
Sin ilusiones sobre su recepción en el Congreso a su regreso a Washington, Obama acordó metas de disminución de la contaminación atmosférica con su par chino, lo que utilizó como palanca para obligar al atlético primer ministro australiano, señor Abbot (un neo Christiaan Barnard), a suscribir días después el texto final del G20 en el que se inscribe un semicompromiso para reducir la emisión de CO2 a la atmósfera. Paralelamente, míster Abbot está cerrando un negocio multimillonario para explotar una nueva cuenca carbonífera con capitales de la India y un ferrocarril de 300 kilómetros, más un puerto, para mover el carbón. Abbot lo resumió sin arte al declarar a la prensa: “Yo estoy por el carbón”.
La llegada de Obama a la límpida Brisbane desde la muy contaminada Beijing impresionó a los australianos, ya que además de los mil funcionarios de la comitiva presidencial aterrizó un avión Globemaster transportando dos ejemplares de “la Bestia”, como llaman al Cadillac blindado y pertrechado en el que se desplaza el presidente y su doble de cuerpo en sus viajes al exterior. El costo de la hora de vuelo de este aeroplano es de US$ 20 mil.
Las horas de reunión Putin-Xi, en cambio, culminaron con la firma de una docena y media de acuerdos, incluyendo la meta de construir un tren bala que una Moscú con Beijing en menos de 35 horas.
La consolidación y la ampliación del uso del rublo y el yuan como divisas de intercambio también son relevantes, ya que desplazan al dólar, y a la libra o al yen, de un área de transacciones de respetable escala.
Ni un reproche ni una admonición –públicos– se cruzaron los dos asiáticos; bien sabe cada uno dónde están los límites de lo doméstico e infranqueable. Conocen igualmente cuáles son las ventajas que redundarán en mutuo provecho si se dedican a multiplicar infraestructuras, energía, comercio y producción, más que a sumarse a menciones irritantes y sin salida.
Moscú mira hacia el Este y Beijing enfoca asiduamente a su vecino del Norte y del Oeste. Usar la expresión “eje” es desmedido; pero sí se puede hablar de una alianza estratégica en saludable gestación.
A un día de conocerse si hubo o no acuerdo entre Irán y los 5+1, el Oriente Cercano se abalanza sobre los titulares.