Formalmente, los niños aprenden a escribir en la escuela, pero en verdad ya vienen leyendo desde mucho antes. A los cuatro o cinco años empiezan a preguntar por letras o palabras que ven escritas en las vidrieras de los negocios, en la tele, en los colectivos, en los jueguitos de la computadora, en los libros ilustrados. Como las viejas vanguardias, encuentran la verdad en la vida y no en las instituciones, y no es casual que muchas vanguardias se hayan inspirado en los niños, o en la niñez como metáfora (la infancia del arte), o en el primitivismo, el brutalismo y el salvajismo (actividades todas a las que los niños se entregan con pasión). Así como, según las vanguardias, hay arte fuera del arte, hay arte en los lugares que habitualmente no se considera arte; saltando, saltando; también hay textos fuera de los textos, textos que habitualmente no se consideran textos. ¿Quién escribe los textos que nadie lee como textos? ¿Quién escribe los textos de las vidrieras, los colectivos, los carteles, las recetas de remedios? (Conozco un par de escritores que escribían los chistes del chicle Bazooka, y yo mismo escribí el house organ de una empresa del rubro alimenticio, pero no mucho más.) ¿Qué crítica literaria le cabría a esos textos?
Pensaba en todo esto, mientras llamaba por teléfono a Multicanal para reclamar por un corte en la señal de cable (caen dos gotas y se corta), y mientras me tenían en espera, para matar el tiempo, comencé a leer el dorso de la factura, a la que nunca le había prestado atención. De repente, una frase me impactó: “El Estado no controla ni regula la información disponible en Internet”. Inmediatamente una duda, levemente paranoica, se instaló en mí: ¿por qué hay que aclarar que el Estado no controla Internet? ¿Eso significa que hay otros soportes que sí controla? (En ese instante mi pensamiento se desvió hacia cuestiones anexas, tales como la relación entre literatura, paranoia y Estado, un antiguo reportaje televisivo que Alan Pauls le hizo a Piglia sobre esos temas, y una aún más antigua conversación que tuve con Ricardo Zelarayán en el Tortoni –en esa época nos veíamos mucho– en la que yo le pregunté por qué nunca había escrito un ensayo, y él me contestó: “Porque es un género paranoico”.)
Volviendo a mi duda sobre la probabilidad de estar siendo controlado por el Estado, raudamente me apresuré a leer la factura de Telecom. Sorpresivamente me encontré con una frase similar, dirigida a “clientes Arnet”, donde repetía exactamente la misma consigna acerca de la falta de control sobre Internet, pero agregaba la fuente de información (“Resolución Secretaría de Comunicaciones 1235/89”). En cambio, otra frase en la misma factura me intranquilizó aún más. Arriba a la izquierda, en el dorso, puede leerse: “Según Ley 25.561 la relación de cambio es $ 1=US$ 1”. Las consecuencias de que las empresas de telefonía todavía vivan en el uno a uno son mucho más profundas de lo que se cree. La primera, obviamente, es que el día en que se derogue esa ley y, también para ellas, un dólar pase a valer tres pesos, las tarifas van a aumentar un doscientos por ciento (no sé por qué, pero me imagino que debe haber mucha gente interesada en que eso ocurra…). Pero la segunda consecuencia es ante todo política. Ancladas en el uno a uno, alcanza con ver las publicidades de las empresa de servicios y el trato a sus clientes (antiguamente llamados usuarios o simplemente ciudadanos) para comprender que continúan funcionando con el imaginario de los 90. Es que en realidad, el menemismo es ante todo un profundo movimiento cultural, una formidable capacidad textual, una máquina de producir textos y discursos, que continúa vigente hoy en día, pero no sólo en las empresas privatizadas: sobrevive ante todo en el núcleo de dirigentes políticos, intelectuales y medios de comunicación que se presentan como más alejados de esa época. Nunca una continuidad fue tan evidente y a la vez tan disimulada.