Me invitaron a Las Flores, 198 kilómetros de CABA, muy cerca de Pardo, coordenadas reales de nuestra literatura, donde Borges se bajaba del tren para visitar a sus amigos. La excusa fue el motivo: Festival de Literatura en homenaje a Silvina Ocampo, que coincide no azarosamente con el Día de la Poesía, que azarosamente coincide con el comienzo del otoño. En la Secretaría de Cultura se podían ver sus desnudos a lápiz encargados por Manucho, autorretratos, paisajes. Ella, que estudió con Léger, De Chirico, tenía una carpeta repleta de dibujos. Los exhibidos pertenecían a la colección de Axel Díaz Maimone.
Silvina nunca dejó de pintar en sus cuentos y poemas. Trazó paisajes desconocidos del alma que solo se vislumbran en su ficción. El estremecimiento es válido: en Las Flores hay casas donde se alojan sus historias. En una de ellas podría haber vivido Irene (el potencial no es conjetura), uno de sus personajes más remotos y anhelantes, la muchacha que quiere morir para recordar su pasado.
En la plaza las rosas continúan renaciendo en la misma esquina. Se reponen del fuego en su poema: “y las rosas que vieron la iglesia envuelta en llamas, hace ya más de un siglo nos ofrecen el mismo perfume”. En esa iglesia se casaron Bioy y Silvina. Hacía más de seis años que convivían, él con 19, ella, 29. Se casaron “en pecado”, por amarse sin papeles, y les asignaron entonces una nave lateral de la iglesia; no la central.
Hay que leer a Silvina, animarse a seguirla en lo extraño. “Debe de haber sido un ser extraño y delicioso –escribió Alicia Plante el miércoles en mi Facebook–, tan llena de cariño a los que no debía, los que ella elegía por razones que no se explicaba (y no explicaba)”.