Una de las particularidades de la historia argentina ha sido el no reconocimiento del otro. Esto ha sido para peronistas y antiperonistas. El problema es que la polarización ha desembocado en una escalada, y la misma en cualquier cosa, incluso el crimen. Los mismos que reclamaban contra el totalitarismo de Perón y la dictadura del líder de los trabajadores dictaminaron por decreto la desaparición del peronismo. Y no se diga que estas actitudes eran producto de mentes enfermas o de locos sueltos: porque la verdad es que gran parte del país lo valoraba positivamente. Era la política “sensata” a ejecutar. Durante varios años, Lanusse coincidió con estos criterios. Si las cosas hubieran quedado allí, esto no habría pasado de una anécdota. El problema fue que la política de desperonización del país implicó, además de represión y terrorismo de Estado, la expulsión de Perón y la desaparición del cadáver de Evita. El antiperonismo vio como “natural” que se pudiera expulsar a una persona del país, se la degradara, se la humillara acusándola de los crímenes más atroces. Por el otro lado, se naturalizó dentro de este sector la postura de que con los enemigos se podía hacer cualquier cosa, incluso no entregar a los familiares el cuerpo de un personaje como Evita, tan querido y adorado por los humildes. Como ya sabemos, el cadáver de la esposa de Perón fue sacado del segundo piso de la Confederación General del Trabajo (CGT) a partir del golpe que desplazó a Lonardi el 13 de noviembre de 1955 y entronizó a Aramburu. Al parecer, la Marina, al mando de Isaac F. Rojas, al hacerse cargo del edificio de Azopardo 802, se comunicó con el Ejército y le pidió que lo sacara de allí. El jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, realizó la operación de traslado y lo llevó a su dependencia, en la esquina de las calles Viamonte y Callao. Como el lugar no estaba exento de riesgo y se temía por la seguridad del féretro, e incluso no se confiaba en su protector, el presidente Pedro Eugenio Aramburu decidió reemplazar a Moori Koenig y poner en su lugar al furioso antiperonista coronel Héctor Eduardo Cabanillas, quien tenía en su foja de servicio haber sido jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y autor de varios atentados fallidos contra la vida de Perón. Al él se le encomendó la misión de sacar a Evita del país. Para lograr el objetivo, obtuvieron el apoyo de la Iglesia, en este caso de la Compañía de San Pablo, a través del sacerdote Francisco Rotger. Los curas se encargaron de buscar un cementerio en Italia y hacer los ajustes necesarios para que pudiera ser enterrada allí. Obviamente, el papa Pío XII, ya viejo y enfermo, estaba al tanto de estos manejos. El 23 de abril de 1957, Cabanillas logró embarcarla hacia Europa y, con el nombre falso de María Maggi, viuda de Magistris, enterrarla en el cementerio Mayor de Milán. Por años nada se supo del cuerpo de Evita. Sin querer, los antiperonistas contribuían a consolidar el mito de la “jefa espiritual de la Nación”. Lanusse cuenta en sus textos que el 28 de agosto de 1968, en momentos que asumía como nuevo comandante en jefe del Ejército, vino a verlo el coronel Cabanillas, quien todavía cargaba con los papeles de la sepultura de la esposa de Perón. Siempre había pensado que era poco digno y nada cristiano andar llevando de un lado para otro el cadáver. En términos políticos, suponía con razón que “este ensañamiento inútil era una de las causas del resentimiento que los peronistas tenían contra nosotros”. El lo sabía por otras vías de esta historia (recordemos que su gran amigo Francisco Manrique era edecán de Aramburu). De todas maneras, nada concreto hizo porque no estaba en sus manos el tema. Como era una cuestión de Estado, se lo derivó al por entonces presidente, general Juan Carlos Onganía, quien no quiso problemas y lo dejó como estaba. De todas maneras, se quedó con los papeles de la sepultura y los colocó en la caja fuerte, esperando una oportunidad mejor. Esta se presentó cuando en el mes de marzo de 1971 asumió la presidencia de la República. Lanusse, como dijimos, personalmente quería devolverle el cadáver de Evita a Perón. Nunca había tenido el odio morboso de otros antiperonistas. Puso manos a la obra. A pesar de que hubo comentaristas que decían que su posición de devolver el cadáver era parte de un posible pacto con Perón, lo cierto es que nunca especuló con el féretro. Al contrario. Lo devolvió sin condiciones con la colaboración de Cabanillas y el embajador en España, Jorge Rojas Silveyra. En cambio, sí es cierto que la devolución del cuerpo formaba parte de otra idea que tenía para neutralizar el poder de Perón y el manejo mítico y de símbolos que hacía el peronismo. Si la mística peronista estaba basada en “los dos regresos” (la vuelta del cadáver de Evita y la llegada de Perón), ¿qué mejor que devolver el cadáver de Eva para sacarles a los peronistas una de sus justas reivindicaciones? No creía Lanusse que con esto eliminaría el mito de Evita, en cambio sí que su tarea podía disminuir el tono de los reclamos. Obviamente se equivocó. Ahora vendría la maniobra más difícil: después de la reina madre, Evita, había que volver a la tierra al rey padre, Juan Domingo Perón. ¿Podría? El plan de Lanusse consistía en buscar un acuerdo político de bases y condiciones con Perón para que el país se reorganizara democráticamente. La idea era que el peronismo se encuadrara en la normalización institucional. Para ello precisaba que Perón aceptara integrarse al sistema y además estuviera en la Argentina. Facilitar su regreso también tenía relación con su plan de neutralización del peronismo. Perón era un mito que desde el exilio se había pasado muchos años construyendo alianzas, bendiciendo o hundiendo a unos y a otros, todo lo cual no le había permitido recuperar el poder, pero sí impedir la gobernabilidad del país. La lógica y simple idea era que bajara a la tierra, que asumiera compromisos de gobierno, que sufriera el desgaste de hacer política con sus compañeros y otros dirigentes políticos. Creía que los peronistas ante un Perón más terreno se iban a defraudar, o por lo menos a dividir. Para él los peronistas carecían de ideología, el peronismo era básicamente la visualización de los circuitos por donde pasaba el poder. Era más una cultura política que una doctrina. En este planteo, que no era original de Lanusse, se pasaba por alto el hecho de que la flexibilidad ideológica y los mitos comunes eran una de sus más grandes fortalezas, las cuales les permitirían subsistir, incluso después de la muerte de Perón. Para cumplir con el plan trazado de destruir el mito, Lanusse buscaba desafiar a Perón, mostrarlo como un pusilánime. Decía: “Aquí no me corren más, ni voy a admitir que corran a ningún argentino, diciendo que Perón no viene porque no puede. Permitiré que digan porque no quiere. Pero en mi fuero íntimo diré, porque no le da el cuero para venir. Creo que le ha tomado el gusto al papel de mito. Y es así que entonces pretende seguir beneficiándose con la ambigüedad, con la distancia y con la dedicación al estudio. Al papel de instrumentador de roscas se lo conozco bien. Pero le ha gustado el papel de mito, y sigue beneficiándose con la ambigüedad y además no da la cara, no toma contacto personal con sus dirigidos y no se expone a tener que hablar clara y responsablemente. Pero Perón tiene que definirse. Ineludiblemente tendrá que hacerlo. O es una realidad política o solamente será un mito”. Perón volvió. Como decían sus partidarios, “le dio el cuero”. El problema fue que regresó descarnado, viejo y enfermo, sin posibilidades de gobernar. El proceso de institucionalización proyectado por Lanusse tuvo el resultado esperado en el sentido de que, al hacerse cargo del gobierno, Perón iba a tener un fuerte desgaste, mucho más en un momento político donde el peronismo estaba atomizado y enfrentado salvajemente. “El mito Perón” parecía destinado a la realidad del gobierno y la lucha política. Sin embargo, Perón se murió en el gobierno cuando estaba a punto de tener que tomar decisiones difíciles, muy complicadas de legitimar, especialmente dentro de su propio movimiento. El plan de Lanusse había fracasado. “El mito Perón” no tuvo tiempo de bajar a la tierra. En la memoria selectiva del pueblo quedarían los tiempos felices, que todavía en el ideario de gran parte de la sociedad fueron peronistas. Desde el retiro, Lanusse seguiría abogando por sus ideas, criticando a Perón y al peronismo por demagógico y corrupto. Esa postura jamás la cambiaría. Sin embargo, de ninguna manera puede compararse con los militares que vinieron después. De hecho, la defensa de su gente y las críticas tanto al sistema peronista como a los militares del Proceso fueron testimonios de dicha coherencia. Ella se verificó también en la defensa de los derechos humanos y en las reservas que siempre le generó el gobierno de Carlos Saúl Menem, momento en el cual lo sorprendería la muerte, ocurrida en Buenos Aires el 26 de agosto de 1996. En definitiva, un general liberal, un caudillo de la Fuerza y el único que estuvo a punto de coronar el sueño de una parte del país: destruir para siempre el mito de Perón y Eva Perón.
*Historiador.