Vuelven todos: lo escribo reprimiendo el impulso de proferir aquel “que se vayan todos” que no era un eslogan político ni un deseo político, sino la expresión de la muerte del deseo de poder, y de su reemplazo por el deseo de poder mirar tele con la certeza de que se escucharán buenas noticias sobre la marcha de las cosas.
El deseo de poder apunta a la dominación o la muerte del otro. Es lo mismo: dominar es amputar parte de la voluntad del otro. Los sociólogos pasamos años leyendo las “formas de dominación” que intentó tipificar Weber, pero proyectándola sobre nuestras conciencias formateadas por los programas elementales de Instrucción Cívica y el mito de que vivimos en ciudades o naciones organizadas donde las reglas son transparentes y el comportamiento de los otros es previsible. Pero la organización es un estado virtual y en el mejor de los casos una aspiración colectiva que sólo circunstancialmente se materializa, y al precio de acentuar su ficción.
El deseo de comer o de semidormir recibiendo buenas noticias sobre la marcha de las cosas pocas veces se satisface. Recuerdo momentos: los días de mayo del 82, cuando no menos de ocho de cada diez argentinos se encolumnaron con la voluntad de los generales de recuperar Malvinas, los de la primavera del 83, cuando la mayoría de votantes radicales, oscaralendistas y peronistas se abrazaron en la celebración del retorno a la democracia (“con democracia se come, se estudia, se cura”, decía el Estado; “para un peronista no hay nada mejor que un joven radical”, afirmaba Dante Gullo al salir de la prisión) y la primavera kirchnerista, cuando, a medida que se fueron apagando las fogatas de la asambleas barriales y los saqueos, empresarios y sindicalistas, y, tras ellos uno a uno todos los políticos, se fueron acercando a la entonces pareja Kirchner-Lavagna para entrar en la foto de la vuelta al orden. Galtieri, convocando a las masas para desafiar “al principito” que no se atrevería a venir, dejaba atrás seis años de gobiernos arbitrarios centrados en el combate contra un enemigo interno que pudo confundirse con todo el pueblo. Alfonsín garantizando el final del poder militar, las mafias sindicales y la refundación (a comer/estudiar/a curarse…) de la democracia de la que ahora figura como padre. Kirchner apaciguando a las masas, repartiendo los pingües resultados del default de Rodríguez Saá, y mostrando un crecimiento visible en el día a día, de noticiero en noticiero.
Fuera de esos “grandes momentos”: nada. Ni siquiera malas noticias: sólo el goce perverso de estimularse colectivamente la repugnancia, el odio y la autoconmiseración.