Argentina enfrenta muchos problemas financieros hoy. Para empezar, un frente externo que se ha complicado de más en virtud del problemático e incomprensible fallo del tribunal del juez Griesa y la actividad no menor de los fondos litigantes para hostigar la posición del gobierno argentino. El Gobierno ha decidido pagar a los bonistas reestructurados, interpreto donde y como sea, lo cual es absolutamente correcto. Las deudas se pagan, y esa actitud es incuestionable, excepto por el interés político de quedar bien, salir bien en la “foto”.
Queda claro que la Argentina enfrentará, a partir de un nuevo gobierno, dos opciones bien claras.
La primera la escucho casi a diario, y es la versión “popular” de los economistas que hablan muy bien frente al público, extranjero fundamentalmente, que dicen lo que ellos quieren escuchar. Se basa en el ajuste: nuestro nivel de déficit fiscal es enorme, por lo que hay que achicar el gasto público, lo cual se logra vía contracción de sueldos, gastos, etc. o mayor presión fiscal (la cual está por las nubes, en el plano declinante de la curva Laffer). Sin entrar a analizar que seguramente parte de ese gasto es político y susceptible de ser corregido sin que esto implique el “achique” que provocaría una menor actividad, recesión y por ende menor recaudación fiscal. Luego esto derivará en un ciclo de ajustes que no dejará más que otra economía empobrecida.
La segunda opción de la que se está hablando es la del desarrollo. Hay que reactivar el aparato productivo, acabar con la inflación, achicar el desempleo, etc. Pero nadie se pregunta cómo. Con una agresiva política en materia de inversiones y gasto en infraestructura.
La Argentina le debe al mundo un mensaje claro de inserción a esta nueva ola de desarrollo. Por ejemplo, una ley de “protección a la inversión extranjera”, asegurando un resguardo frente a potenciales expropiaciones, las cuales deberían ser aprobadas por mayorías especiales del Congreso. Este gobierno ha expropiado poco. Sí, poco. Y lo ha hecho en casos ultranecesarios, como Aerolíneas, YPF, ferrocarriles… todos casos de empresas desmanejadas y que, siendo centrales para el funcionamiento del país, no podían seguir siendo conducidas con impericia, rayana con el caos.
Pero la mala imagen mundial ya la tenemos y a pesar de que la Argentina tiene un bajísimo nivel de deuda externa. Llegar a un estándar del 50% de deuda externa/PBI implica inyectar a nuestra economía algo así como US$ 200 mil millones. O sea, el capital como para hacer un nuevo país.
Obviamente, si este dinero se destina a bancar déficit fiscal, como se hizo en los 90, o gasto político, no sirve. Si lo usáramos para infraestructura, y como tal entendiéramos rutas, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, escuelas, hospitales, etc., podríamos realmente aprovechar lo que otros que lo han hecho no tienen: nuestro enorme potencial de producción de bienes primarios e industriales. Argentina está para despegar. No nos confundamos con los holdouts, ni con los cepos que empequeñecen la Nación. Tenemos que pensar a conciencia en un nuevo país, potente en economía y sabio en su administración. Debemos elegir un candidato que represente un desempeño acorde con la oportunidad, que es probablemente la mejor de nuestra historia.
*CEO de First.