La aceptación de la alteridad es un valor que todavía se está instalando en las sociedades latinoamericanas. Antiguamente, cada grupo imponía a los demás su ideología, su religión, su cultura, sus visiones del mundo. Todavía hoy existen muchos maniqueos que catalogan a quienes consideran distintos como seres malvados a los que deben destruir.
En las sociedades contemporáneas tendemos a respetar al otro justamente porque es distinto, no buscamos llegar a sociedades entrópicas en las que se supriman las diferencias. Nada tan interesante como sentarse unas horas en Madison Square, frente al Palacio de Bellas Artes en México, o en Hyde Park Corner un sábado, para contemplar la infinita diversidad de concepciones estéticas y actitudes de la gente. Son los mil rostros de la felicidad propios de la democracia, que contrastan con la uniforme China de Mao en la que todos vestían con un mismo modelo de ropa en los tres colores aprobados por el Estado.
La sociedad plural lleva a la existencia de grupos políticos que defienden los diversos intereses y visiones de la vida que existen, a condición de que no se trate de imponerlos a toda la sociedad. En todos nuestros países las personas sienten emociones, sueñan, creen en mitos y habitan en mundos diferentes. La existencia de esas diferencias enriquece la vida. El conflicto político expresa esas fisuras, existe y debe ser regulado por la democracia, que solamente es un sistema que organiza las contradicciones propias de la lucha por el poder para se resuelvan de manera pacífica y civilizada.
La democracia debe estimular la existencia de diferencias y canalizar los enfrentamientos. Funciona cuando los ciudadanos de un país pueden elegir periódicamente autoridades que representan a mayorías coyunturales, que llevan a la práctica sus propuestas, mientras proporcionan a las minorías todas las garantías para que puedan disputar el poder. Por eso es torpe afirmar que en un Congreso existe una dictadura de la mayoría: el respeto a lo que resuelve la mayoría es lo que impide que existan dictaduras. Las minorías tienen el derecho a debatir para intentar que sus puntos de vista sean acogidos y a trabajar para convertirse en gobierno si conquistan la voluntad de los electores. Es también equivocado decir que la democracia fracasó porque no ha terminado con la injusticia, la enfermedad y la muerte: no es una panacea, es solo un sistema que regula la lucha por el poder.
Cuando un presidente democrático ofrece unir a los habitantes de su país, no puede pretender que desaparezcan las diferencias y que nadie discuta con nadie. Al contrario, debe fomentar la diversidad, el pluralismo, la libertad de pensamiento y de expresión, para que podamos unirnos en la diversidad.
Para que la democracia funcione es indispensable la división de funciones que impide la concentración del poder. No cabe que un juez se crea oficial de policía y disponga cómo deben actuar sus efectivos, ni que un una oficina de la presidencia redacte las sentencias de los juzgados. Tampoco que grupos violentos traten de imponer al Congreso el punto de vista de las minorías, como ocurrió hace años en España con el coronel Tejero, y hace pocos días en Buenos Aires, cuando algunos políticos derrotados movilizaron sicarios de la edad de piedra.
Algunos líderes autoritarios se creen dueños de la verdad porque tienen alguna conexión con extraterrestres. El Caudillo de España por Gracia de Dios usaba la mano momificada de Santa Teresa como una especie de celular que le comunicaba con el Altísimo; el Ayatollah Khamenei gobierna Irán en diálogo con el Mahdi Oculto que vive en las montañas desde hace más de mil años, otros se sienten voceros del pueblo o de los pobres, o realizan ceremonias mágicas para obtener ideas esotéricas que no están al alcance de la gente común.
Este tipo de dirigentes divide lo existente entre la verdad que ellos conocen y la mentira en la que creen los demás, que debe ser aplastada. La garantía a la diversidad tampoco puede atentar en contra de los derechos de los demás. Un ciudadano de ascendencia iraní no puede matar a pedradas a su esposa infiel, ni un hijo de árabes sunitas crucificar al tendero acusándolo de católico, ni un grupo de ciudadanos de ascendencia boliviana puede enterrar vivos a cinco vecinos que parecían extraños, con la boca para abajo para que se vayan al infierno. Eso es legal y ocurre con relativa frecuencia en Irán, Arabia Saudita y Bolivia, pero atentaría en contra de nuestras nociones de lo que es el pluralismo.
Tampoco cabría que un grupo vaya al Abasto con una bruja guaraní que declare al barrio zona sagrada que no pertenece más a la Argentina porque allí sus hijos aprenden valores tribales con los floggers. Si intentan impedir que las autoridades argentinas entren sin ser palpadas de armas por sus guerreros enmascarados, es probable que muchos se enojen.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.