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SER LIBRE

Las nenas que no aplaudieron

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La Navidad de 2003 la pasamos en París. Teníamos una hija de un año, perspectivas laborales paupérrimas, una deuda creciente y ni un amigo en Europa. Yo venía de un virus cruel que me había tenido en cama durante cinco meses, con fiebre todo el tiempo. Me cansaba caminar tres cuadras y pensaba que mi vida, de ahí en más, sería así, que me iba a sentir mal para siempre. Pagar un hotel era imposible, pero nos prestaron una cabaña inhóspita en Barbizon, en medio del campo, con muchas alfombras y ninguna heladera. Lo cual no fue un problema porque nevó sin parar durante dos semanas.

En Rue Princesse había un bar exótico que sólo vendía sopa. Nos refugiábamos ahí a menudo. Cruzando la calle estaba la librería Village Voice, que cerró el año pasado. Su dueña, Odile Hellier, era hija de un sobreviviente de los nazis, traductora y/o espía en Rusia durante los 60, y después gerente de una compañía petrolera argelina en Washington. Igual de ecléctica era su librería, que compensaba cierto bias de izquierda con una sección infantil deslumbrante. Ahí encontré Cosas molestas, un compendio de hadas escrito por Diane Purkiss, que en su página 3 contaba lo siguiente:

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“Cuando era chica me llevaron a ver Peter Pan, la obra de James Barrie. Hice un papelón. En un momento el hada Campanita se está muriendo, después de salvar a Peter Pan tomándose el veneno que era para él. Desesperado, Peter se dirige al público y les pide a los chicos que aplaudan para demostrarle a Campanita que creen en las hadas. Me molestó, me sentí presionada y me negué a aplaudir, tal vez queriendo ser la nena supercool para quien las hadas son una creencia estúpida, la nena que mi madre quería que fuera.”

El episodio me resultó inmediatamente reconocible, porque lo había inventado yo. En el guión para una película que no se hizo –pero que algún día, si puedo, me voy a dar el gusto de hacer– había escrito esa misma escena, idéntica: la única nena que se niega a aplaudir en ese momento de Peter Pan. Bueno, parecía que no era la única; a esta mujer le había pasado exactamente lo mismo. El libro era caro, pero lo compré igual.

Temiendo encontrarme con la encarnación adulta de un personaje que hasta ese momento creía haber imaginado, archivé el libro sin leerlo y no lo volví a agarrar hasta el año siguiente, desesperado por un antídoto después de ver Finding Neverland, la película de Marc Forster sobre el autor de Peter Pan. Hay muchos motivos para odiar esa película, pero yo elegí el mismo de Purkiss y mi personaje infantil: me resistía a ser extorsionado. Finding Neverland conduce a una moraleja vacía, del estilo “cree en ti mismo”. Y ni siquiera: es “creé” a secas, “creer te hace bien”. Pocas cosas me irritan más que el llamado a enaltecer una acción en abstracto: creer, luchar, sacrificarse. Lo que no sé bien es por qué. Puedo encontrar razones en contra, pero no una que explique la reacción visceral que me produce.

Diez años más tarde, recuerdo esas semanas en París como el último momento en el que fui libre, aunque mi vida fuera un desastre. El menú era infinito. Podía pensar y escribir sobre cualquier cosa, algo que hoy el segmento argentino de mi mente no puede hacer, porque está demasiado ocupado negándose a aplaudir. Quisiera volver a ese punto y empezar de nuevo.

El libro de Purkiss me deparó dos sorpresas más. Me decepcionó, primero: resultó ser una monografía sobre hadas y problemas de género, esas pelotudeces. Pero en su tapa encontré algo notable: una ilustración barroca de criaturas misteriosas que no había visto nunca pero que también conocía desde muy chico. Se llama The Fairy Feller’s Master Stroke, y va a ser el punto de partida para investigar qué nos pasó a nosotros durante estos diez años –por qué los desperdiciamos discutiendo sobre cuestiones que no nos merecen, con gente que mucho menos–, con la esperanza de que eso no nos vuelva a pasar, nunca más, con ninguna otra cosa.
 

*Escritor y cineasta.