Hace poco estuve en París –invitado a la primera convención mundial de cocineros de Tarte Tatin– y noté, como suele sucederme cada vez que viajo, un real interés por Argentina. Para decirlo malamente: me acribillaron a preguntas. El problema, como también suele suceder, es que muchas veces las informaciones llegan al extranjero algo deformadas, o directamente erróneas. Por ejemplo, dos eximios cocineros de primer nivel mundial me preguntaron si era cierto que TN había construido una piecita en la terraza en la que, en una cama cucheta, dormían Julio Bárbaro, Alberto Fernández y Darío Giustozzi, y en la que sonaba un timbre cada vez que tenían que bajar a alguno de los diarios programas políticos de la emisora. Por supuesto, desmentí tal rumor de un modo rotundo (es evidente que jamás Alberto Fernández aceptaría dormir en una cama cucheta). Luego un apprenti pâtissier me demandó si Nelson Castro sufría del síndrome de Hubris. Le dije que era todo lo contrario, que él se dedica a denunciar a los que sufren ese síndrome y a los que les hacen lobotomías secretas, especialmente si son mujeres (también me preguntaron cuánto hacía que el doctor Castro no ejercía la medicina, pero no supe qué responder, no hablo de lo que no conozco). Hubo después muchas más preguntas por el estilo, al punto de que me harté de responder, y llegué a la conclusión de que nuevamente hay en Francia una campaña antiargentina que responde a oscuros intereses, seguramente izquierdistas. Salí entonces a la calle, caminé hasta una librería de viejos en la Rue de L’Odeon y por tres euros (menos de lo que cuesta un kilo de queso cremoso en la lista oficial de Precios Cuidados) compré La traversée du livre, de Jean-Jacques Pauvert, las muy amenas memorias de quien –en la editorial que llevaba su nombre– a partir de los años 60 supo ser editor de las obras completas de Raymond Roussel y de mucha de la más interesante tradición contracultural francesa. El libro arranca con sus recuerdos de infancia y adolescencia, cuando trabajó como ayudante en la librería Gallimard y participó también en una red de la resistencia que le valió tres meses de cárcel, a sus 16 años. Hay en esos capítulos más de una observación de una justeza impecable, de ésas que nos dejan pensando. Comentando un libro de Jean Grenier, escribe: “Grenier en 1942 no habla demasiado de los escritores ‘resistentes’, todavía no se los llamaba así”. ¿En qué momento la resistencia empezó a llamarse “resistencia”? ¿Pudo haber sido la resistencia una construcción posterior a la ocupación? No lo sé, es ése un asunto de historiadores que va más allá de mis conocimientos. Pero no deja de ser interesante la pregunta acerca de en qué situación, en qué momento se comienzan a usar determinadas palabras, en qué momentos aparecen ciertos términos y en qué momentos se los deja de usar, dejan de circular en la conversación pública. En esos capítulos iniciales del libro, Pauvert demuestra tener un oído fenomenal para detectar esas micropolíticas de lengua. El instante en que una palabra se vuelve algo más que eso, en el que roza la condición de categoría política. Pienso, entre nosotros, entre muchas otras; en la palabra “crispación” (¡Cris pasión! Cualquier psicoanalista se haría un picnic con esa asociación). Me gustará leer una historia de las palabras de la época.