En un artículo publicado hace unos años, el rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Virgilio Zapatero, postula que así como las personas revelan sus anhelos, esperanzas y antipatías en la forma de comunicarse, también los sistemas políticos se dan a conocer por el lenguaje que utilizan.
Usa como ilustración el ejemplo de la transición española, cuando dejaron de usarse palabras gastadas que venían del franquismo –“a muchas hubo que mandarlas a la lavandería”, dice– y empezaron a utilizarse otras, si no nuevas, por lo menos abandonadas por mucho tiempo: Constitución, Estado de derecho, partidos políticos, respeto, democracia, pacto, diálogo.
Si observamos cómo ha cambiado el lenguaje de la política argentina en los últimos tiempos, nos damos cuenta de que, lejos de evolucionar, hemos involucionado.
Contra lo que podría suponerse, no voy a referirme aquí a la cotidiana devaluación de la credibilidad gubernamental que surge de la comparación entre las afirmaciones de la Presidenta y su entorno y la realidad cotidiana. Baste recordar las incontables contradicciones entre las cifras del INDEC por un lado, las que cita la Presidenta en sus discursos, por otro, y las que surgen de los análisis privados. Ni tampoco a la incontable cantidad de anuncios lanzados en pomposos marcos oficiales, que caen en el olvido apenas en horas y son reemplazados por otros, igualmente rimbombantes e igualmente olvidados.
Voy a hablar de las palabras en sí, de las metáforas, de las figuras retóricas utilizadas por el Gobierno en su comunicación con la sociedad.
Con la llegada de la democracia, el lenguaje militar que inundaba la cotidianeidad de los argentinos –algunos aún recordamos cuando, en los reportajes televisivos, la gente respondía a las preguntas del cronista con un “afirmativo”, de neto cuño castrense– fue reemplazado por un léxico más acorde a la realidad que surgía, inundado de metáforas médicas, comprensibles en una sociedad que se veía a sí misma como “convaleciente” de una larga enfermedad. Surgieron así problemas solucionados con “cirugías mayores sin anestesia” y organismos, instituciones y funcionarios “en terapia intensiva”.
Hoy, lejos de mejorar, hemos empeorado. Desde las esferas gubernamentales se describen las situaciones más diversas apelando a un lenguaje belicista que remite indefectiblemente a enfrentamientos cruentos, a oposiciones irreductibles, a guerras sin cuartel.
El más mínimo disenso con la opinión oficial es descalificado como un intento destituyente. La Presidenta sugiere que podría ser víctima de un fusilamiento mediático. Y, refiriéndose a los cambios en la televisación del fútbol, llevados adelante entre gallos y medianoche en medio de la feroz pelea con el grupo Clarín, la Primera Mandataria hasta llegó a decir que “practicaban el secuestro de los goles como antes secuestraron a 30 mil desaparecidos”.
En un país cuyas heridas del pasado reciente no han cerrado aún, no parece exagerado suponer que cualquier referencia descuidada o desmedida a esos temas y con esas palabras, máxime cuando proviene desde la más alta magistratura es, por lo menos, riesgosa.
Aún cuando se trate de recursos metafóricos, el gobernante que se deja tentar por esos recursos de barricada debería comprender que sus palabras llevan una carga propia, no relacionada con la metáfora de la que forman parte.
Quienes se dan el torpe lujo de emitir en democracia la palabra dura, el discurso agresivo, olvidan también que no lo hacen sólo frente a algún centenar de sus incondicionales seguidores, porque hoy siempre vivimos en el contexto virtual que proporcionan los medios de comunicación. Hoy más que nunca, el hombre público es esclavo de sus palabras.
A la oposición y a los medios de comunicación también les cabe asumir su responsabilidad social –y a la ciudadanía exigírsela–, pero la principal carga recae sobre el gobernante.
Es por eso que el ejemplo de la transición española me parece digno de ser imitado. Sobre todo en aquello que tuvo que ver con la palabra estrella de ese período: consenso.
Para terminar esta reflexión, cito a la lingüista argentina Graciela Reyes: “Vamos creando el lenguaje y el lenguaje, a su vez, nos va creando; somos lo que hablamos y nos hablan y también lo que nos hablamos a nosotros mismos. Somos prisioneros libres, creadores creados, dueños esclavizados de nuestra capacidad lingüística”.
Estoy convencido de que es hora de que los argentinos dejemos de hablarnos como nos hablamos, renovemos nuestro léxico, desechemos palabras ya inútiles, mandemos algunas “al lavadero” y, sobre todo, revaloricemos aquellas que nos permitan reencontrarnos en lo que debería ser nuestra tarea común: la construcción de una Argentina de la que nuestros hijos y nietos puedan estar orgullosos.
*Ex presidente de la Nación.