Me resulta por demás revelador que se hable de “marxismo vulgar”, pero no de “peronismo vulgar”. Y es que el peronismo entabla, según creo, una relación bastante más interesante y bastante más productiva con el mundo de lo vulgar. El marxismo cuida con el mayor celo su nitidez de concepto y de método, acaso por su inspiración científica de origen, y por eso tiende a precaverse de izquierdismos y mecanicismos, de economicismos y reduccionismos, y de muchas otras variantes medianamente menoscabadas de eso que desde hace tiempo dio en llamarse “marxismo vulgar”.
El peronismo surge, en cambio, de la imprecisión y la vulgaridad: se funda en una escena de profanación, que es la de “las patas en la fuente”. Y si bien es posible detectar un carácter profanador de la Revolución Rusa, por caso, en una escena memorable de una película de Eisenstein (la irrupción plebeya en el palacio, la rústica meada en un jarrón de lujo manoteado al paso), difícilmente podría fundarse en eso su poética, la clave estética de su dimensión política. En cambio con “las patas en la fuente” se instaura una sensibilidad medular que los versos de Leónidas Lamborghini, por poner un ejemplo, o el cine de Leonardo Favio, por poner otro, consagran como quintaesencia de un temperamento político y cultural, social y psicológico.
Quien diga “peronismo vulgar” estará probablemente más cerca del pleonasmo que de la recusación de un desvío ideológico. El fenómeno peronista (por no decir su noúmeno) se nutre de la vulgaridad y no tiene por qué temerle. Al revés: ha sabido hacer de ella su virtud y su potencia, hasta podría decirse que su estandarte. Consiguió hacerla pasar de la posible objeción o del eventual desprecio a la potestad de la reivindicación desafiante; un poco a la manera en que lo kitsch (denostado por Clement Greenberg) acaba por convertirse en camp (encomiado por Susan Sontag).
La pintura de Daniel Santoro sigue a mi entender ese recorrido, bajo los tintes sombríos de un gótico de los años 50. Y un personaje como Bombita Rodríguez, aunque tan distinto, hace lo propio, ahora con el colorinche pop de finales de los años 60. El rescate de lo cursi y su reutilización como signo propio, como valor político, como consigna. Es esto lo que “espanta al burgués”, y no cualquier vanguardismo, que el burgués desde hace mucho cultiva y celebra, adquiere y consume. Lo prueba la prontitud con que el antiperonismo escandalizado tembló en la denuncia de invasiones y mancillamientos, de manchas y contaminaciones.
Las patas en la fuente: mito de origen (las patas como fuente, las patas vueltas fuente) para el peronismo en curso. Evita lo entendió muy bien cuando hablaba de “grasitas”. Decía así: “mis grasitas”, sabedora de liderar una epopeya de la grasitud (la grasa abunda en la comida vulgar, no menos que en el trabajo mecánico). Es de lamentar que esté cayendo en desuso una palabra como “mersa”, tan exacta y expresiva, de por sí tan elocuente. Pero Evita proyectó esa épica de lo vulgar a un plano de completa perfección al irrumpir, como plebeya, en el mundo restringido del lujo. Lo hizo al encajarse tan resuelta en sus trajecitos de Dior, lo hizo al enjoyarse con esmero, al mandarse su viaje a Europa. Ensayó de tal manera esa variante peculiar de lo vulgar, que es la vulgaridad del lujo, según habría de designar Patricio Rey mucho tiempo después. Repitió a plena conciencia el gesto decisivo de la profanación popular.
A todo esto brotó por fin, más pronto que tarde, una nueva sacralidad: las santidades del peronismo. Y entonces, por esa misma razón, otra clase de profanación se tornó viable. La irrupción de la vulgaridad de los cuerpos metidos donde no se debe (metidos en la fuente, metidos en un Dior) pasó de ser un poder de profanación a ser lo que se ve profanado. Al cadáver de Evita lo robaron, lo mutilaron, lo ultrajaron; al cadáver de Perón le serrucharon las manos. Hay que ver lo que es capaz de hacer el burgués cuando se espanta. Ejerció su poder de sanción con la más pura violencia en la cruda realidad de los cuerpos. Lo cual no deja de ser, si lo pensamos, un asunto de neto materialismo. Aunque no sé si de materialismo dialéctico.