En la escuela “...nos decían que estábamos allí para vigilar las puertas de la ciudadela”, repite Salvatore Piracci, comandante de control de frontera marítima y confinamiento de inmigrantes, en la novela Eldorado, de Laurent Gaudé. “Son ustedes la muralla de Europa. Eso es lo que nos decían. Esto es una guerra, señores. No se equivoquen. No hay cañonazos ni bombardeos, pero es una guerra y ustedes están en la línea de fuego. No deben dejarse vencer. Hay que resistir. Cada vez son más, y la fortaleza que llamamos Europa los necesita.” En línea con la exhortación, en febrero de 2009 Roberto Maroni –ministro del Interior de Italia– declaró que era preciso ser “desagradables” con los inmigrantes ilegales.
La crisis internacional, lejos de desalentar a aquellos que buscan en el exterior pasturas más verdes y tiernas que las que encuentran en sus propios países, no ha logrado disminuir el flujo creciente de los desesperados, de los que cuando llegan a destino son confinados en centros de recepción primaria y si logran obviar los centros de identificación y expulsión, y pasar al territorio, deben enfrentarse con la dificultad de conseguir trabajo y con la creciente hostilidad de los naturales, permanentemente abastecida por las autoridades públicas. De acuerdo con la Alta Comisión sobre Refugiados de Naciones Unidas, 22 mil refugiados llegaron a las costas italianas en 2007, y 36 mil en 2008. La Organización Internacional para la Migración, con sede en Ginebra, estima en 200 millones el stock de personas que viven en países diferentes de aquellos en los que han nacido. Durante 2008, Gianfranco Rotondi –ministro de Actuación del Territorio del gobierno Berlusconi– disparó que Italia aplicaría “un puño de hierro” contra los inmigrantes sin papeles, haciendo –claro está– sentimentales excepciones con todos aquellos que fueran necesarios para el país, como si en lugar de personas se tratara de destornilladores o llaves inglesas. Se refería a las cuidadoras de ancianos y a los trabajadores del servicio doméstico, tareas asumidas mayoritariamente por inmigrantes, dado que los locales no compiten por esos trabajos.
La “puerta de la ciudadela” a la que alude el personaje de la novela de Gaudé, Salvatore Piracci, es la isla de Lampedusa, el punto más meridional de Italia y la mayor del archipiélago de las Pelagias en el Mediterráneo, ubicada a 205 kilómetros de Sicilia y a 113 de Túnez, perteneciente a Italia en el plano político pero a Africa en el geográfico, ya que el lecho marino que se extiende entre ellas no excede los 120 metros de profundidad. “No queremos ser el Alcatraz de Europa”, declaró a El País de Madrid Virginio Ferrari, un ex pescador de 75 años, sentado en una terraza bajo el sol de enero de 2009. Llevamos 20 años viéndolos llegar, y siempre fuimos un modelo de hospitalidad, añade. Pasaban unos días en el Centro de Primera Acogida y luego se marchaban a la Península. “Ahora, Maroni quiere dejarlos detenidos y devolverlos a sus países. Nos convertirá en una cárcel, en un lugar donde se pisotean los derechos humanos. Estamos dispuestos a morir para que no lo haga”. Los 5 mil vecinos de la isla temen que los más de 40 mil turistas dejen de hablar de las bellas calas, del buceo y de las tortugas para mirar hacia la cárcel de los clandestinos. Durante el mismo mes de enero, 1.300 internos abrieron las rejas del Centro y junto con los lugareños entonaron su alarmante (para Rotondi) himno de guerra: “¡Libertad!, ¡Libertad!”. Berlusconi comentó que la salida en masa no era sino el cumplimiento del hábito de ir a tomar una cerveza. El párroco de la isla, Stefano Nastasi, convidó de inmediato a Berlusconi a viajar a Lampedusa para “tomarse una cerveza con los inmigrantes” y conocer su verdadera situación, y al papa Benedicto XVI a “decir un par de cosas sobre inmigración”. Virginio Ferrari, diestro en remolinos y alharacas marítimas, contó que no hubo un solo incidente. Les dimos de comer, añadió. “¿Miedo? ¿Cómo vamos a tener miedo si están muertos de cansancio?”
La ex vicealcaldesa de Lampedusa y hoy senadora por la Liga Norte –expresión política de donde salen las voces más hostiles respecto de la inmigración– volvió a casa para reivindicar a Maroni, siendo que hace algunos años encabezó la protesta contra el Centro de Primera Acogida. “Traidora” y “vendida” fueron los epítetos más gratos que le dedicaron sus paisanos. Como suele suceder en la política y con los políticos, “ahora las cosas son distintas”. Explica que “...yo no he traicionado a nadie. Aquella vez rechacé el centro porque no bloqueaba la inmigración de los traficantes de hombres. Ahora lo defiendo porque Maroni me ha prometido que lo hará. Mis paisanos entenderán en unos días que el Estado es más fuerte que ellos. Maroni nos salvará a nosotros y salvará a las víctimas de los traficantes”. Con el argumento de espantar a los traficantes de hombres, la xenofobia trafica con la dignidad de los hombres.
La Ibtimes Company informa que a comienzos de febrero de 2009, un inmigrante indio fue golpeado y prendido fuego en Nettuno, cerca de Roma. En enero dos hombres no identificados arrojaron ácido al rostro de un trabajador búlgaro en Atenas. Todavía permanecen en la memoria los incidentes que estallaron en Sudáfrica en 2008 alimentados por la xenofobia y la escasez de trabajo, cuando los locales mataron a pasto a inmigrantes de Zimbabue y Mozambique, sucesos que fueron cubiertos por esta columna. Así como el aumento de las penas no disminuye el delito, la obsesión intrínseca en la condición humana por vivir mejor no es disuadida por mayores riesgos. Ni la limitación de los derechos y las libertades de los inmigrantes, ni el uso de la detención para administrar seres humanos que dejaron sus países, ni su catalogación como criminales, ni la intensificación de controles policíacos en las aguas territoriales serán eficaces para moderar el arrojo de los que no tienen futuro.
Hoy son los somalíes, los eritreos, los sudaneses, los tunecinos, los marroquíes y los liberianos, como antes fueron los albaneses y los kurdos, y como mañana serán... Los que se van a Europa para ganar dinero y ayudar a los familiares que se quedan. Los que dejan el aroma intenso de las higueras y los jazmines y los duraznos. Los que viajan en camiones, los codos contra las costillas de los otros, los alientos desconfiándose en el aire. Los que esperan a los “pasadores” (traficantes) en inmundos departamentos de algún puerto del norte de Africa. Los que son engañados. Aquellos que no tienen ni barco ni travesía después de haber pagado todo. Los que son abandonados en alta mar a la deriva. Los que son bajados a frágiles botes a kilómetros del primer puerto europeo. Los que atesoran la desesperación, la adversidad y el miedo por única riqueza. Los que son encerrados en centros de recepción primaria o en campos de identificación y expulsión. Los que pasan como lagartos y sufren el desprecio por haber osado cambiar de continente.
Todo para acabar entendiendo que, a fin de cuentas, los seres humanos vamos en procesión unánime e infinita, como hermanos precarios, hacia aquel sitio del que todos venimos.
*Ex canciller.