El itinerario de Cristina Kirchner ha sido cambiante. Apoyó a Menem hasta 1996, se alineó con Duhalde hasta 2003 y desde entonces los denuncia como si nunca hubiera tenido que ver con ellos. Hay un rasgo constitutivo en su modo de operar: contempla al pasado para evaluarlo desde la distancia, más allá de su involucramiento en ciclos que luego sataniza.
Se comportó desde 2003 con tendencia a enojarse con interlocutores que no sintonizaban su longitud de onda. Inteligente y despierta, en público se mostró tolerante, plural, democrática y abierta al disenso. A puertas cerradas, esos rasgos mutan y, sugestivamente, puede mostrar despecho ante quienes no navegan en su misma dirección.
Es una persona con alta opinión de sí misma. En los últimos años visitó museos, ferias de arte y congresos culturales, y se mostró como mujer mundana, interesada en los debates y abierta a las corrientes contemporáneas más diversas.
Descripta como cuadro político, Cristina Kirchner alberga un sentimiento de autoestima importante. Ese mecanismo psicológico puede transformarse en agresividad cuando se proyecta a la política. Ese superávit de orgullo puede devenir en soberbia, característica poco propicia para agrupar voluntades y suscitar afecto social.
Ha dicho que no se disfrazará de pobre. Se ufana de calzar zapatos, aferrarse a carteras y colgarse joyas de alta gama y precio prohibitivo para el 90 por ciento de la sociedad. Conectada con el fenómeno provocado por Eva Perón entre 1945 y 1952, lejos de ataviarse con recursos de persona de clase media, duplicó la apuesta, defendiéndose con su emblemático “toda-la-vida-me-pinté-como-una-puerta”, modo de repetir el eslogan tanguero “si soy así, ¿qué voy a hacer?”. Nada es ilegal en su obsesión por afeites, extensiones capilares y superabundante maquillaje, excepto admitir que ello la puede presentar como una mujer abocada a esculpir y preservar sus contornos exteriores.
Quienes han coexistido con Cristina Kirchner durante sus largos años como política profesional coinciden en que es capaz y solvente para tratar temas políticos y legales. No es una humanista particularmente destacada en el mundo de las ideas, pero es una mujer con aptitud superior al promedio para manejar cuestiones políticas, fuera de duda. Es competente para la tarea para la que ha sido elegida.
Se acepta casi con unanimidad que la presidenta electa prefiere métodos duros para conducir la agenda y las políticas. Ese uso de la autoridad se ha manifestado en el Congreso, en la relación con propios y ajenos.
En un país de proverbial glotonería por la “ejecutividad”, el peligro es que ella sea más de lo mismo. En tal sentido, el período que se abre el 10 de diciembre expresa el perfume de la época: preferencia por la conducción musculosa y pretensión de que sólo se puede ejercer el mando obliterando a la “contra”.
La presidenta electa jugó sin titubeos su proyecto de afirmarse en cuestiones de género, estableciendo paralelismos fuertes con la herencia de Evita y haciendo esfuerzos notables por acercarse a mujeres contemporáneas igualmente enroladas en la lucha por el poder, como Hillary Clinton, Michelle Bachelet y Ségolène Royal. Al hacerlo, revela su vigorosa ambición de proyectarse en una dirección en la que le resultaba imposible ubicarse a Néstor Kirchner, cuyas limitaciones en ese sentido son tan evidentes que ni él mismo las ha negado.
Si la palabra cambio aún registra cierta sustancia, la única dirección en la que la presidenta Kirchner podría caminar es la que asegure superación fehaciente de la escualidez institucional característica del gobierno de su cónyuge. Esa limitación política no ha sido reconocida como tal por quienes ganaron ayer.
De cara a los métodos ásperos, quienes seguirán gobernando deberán optar entre reivindicar el carácter piramidal de su construcción o algo diferente, porque un cambio supondría apertura a consensos, buscar comunes denominadores menos excluyentes, y serena pero firme reconstrucción del sistema de poderes equilibrados que pauta la Constitución, tal vez el documento liminar más desnaturalizado de la Argentina real.
Puede, también, ocurrir algo hoy poco probable, que Cristina Kirchner transforme el perfil, eventualidad aventurada, y que, desde un triunfo que asegura casi nueve años de kirchnerismo en el gobierno, comprenda que los tiempos que acechan requerirán bases mucho más firmes que las actuales. Eso implicaría algo poco previsible, pero posible: advertir que esta presidencia la gana con mucha diferencia sobre Lavagna y Carrió, pero con el porcentaje más chico desde que hay democracia: Alfonsín en 1983, Menem en 1989 y 1995 y De la Rúa en 1999 sacaron más votos que ella ayer.
La presidenta electa zamarreó fieramente a Chiche Duhalde hace pocos años, por portar apellido. Sin embargo, la boleta de la fórmula oficialista incluía tipografía muy chica para el apellido Fernández y enorme para la palabra Kirchner. Como pareja matrimonial asociada en el poder y comprometida a procurarlo y preservarlo, no se puede negar que han cultivado un pragmatismo inclemente. El apoyo al gobierno de Menem (“el mejor presidente de la historia”, Kirchner dixit) se extendió hasta comenzado su segundo mandato. Los Kirchner gravitaron luego a la órbita duhaldista hasta llegar a la Casa Rosada, en 2003.
Fue una relación de siete años, igual lapso que el del vínculo con Menem. Tras ambos ciclos, denostaron a sus viejos socios y conductores, poniéndose a la cabeza del antimenemismo y el antiduhaldismo. Cuando Menem juró como senador nacional, en la ceremonia del Congreso el presidente Kirchner, con una mano en el bolsillo, hurgó en sus partes pudendas y de cara a las cámaras de televisión hizo con los dedos la señal de los cuernos, habitual para aventar al diablo. Cristina Kirchner ha sido más delicada, aunque el registro de la historia y esos años de pertenencia a un peronismo comandado por Menem y Duhalde sean irrebatibles.
De cara a los medios periodísticos, el actual presidente y la electa ayer han reiterado el mismo rasgo fóbico de hostilidad apenas camuflada. Pero si Néstor Kirchner denunció la evidente poca voluntad de la prensa por autocriticarse, Cristina, reiterando el mismo latiguillo, ingresó en una categoría un poco más urticante aún. Se encarnizó en acentuar la crítica a la escasa preparación intelectual y precaria destreza técnica de los cronistas que la han interrogado todos estos años. Ambos asuntos (poca o nula autocrítica, deficiente preparación profesional) valen en un escenario académico o como parte del debate que nos debemos los periodistas, pero como herramienta para provocar daño al concepto de rendir cuentas producen mayor daño a la cosmovisión democrática republicana.
El Gobierno no debe ejercer este derecho de pernada, como si el poder político coyuntural pudiese arrogarse el privilegio monárquico de elegir interlocutores o desacreditarlos de manera unilateral.
El análisis del discurso de Cristina Kirchner reveló hasta ayer su tendencia a manejarse de modo cortante. En una sociedad con fortísimos niveles de crispación, una mujer llamada a ejercer responsabilidades tan altas no debería seguir manejándose con un arsenal retórico tan grueso.
Un cambio en serio, como el que anunció anoche, debería incluir una profunda convicción en la conveniencia y superioridad moral de la prudencia y la armonía, en vez de la frontalidad belicosa y arrogante.