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Lecciones vietnamitas

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Acabo de llegar de Vietnam. Recorrí el país, de sur a norte, desde la ciudad de Ho Chi Minh (ex Saigón) hasta Hanoi: en aviones, barcos, trenes nocturnos, canoas, carros a caballo, motos y ciclos. Viendo playas y montañas, bahías, ríos, lagos, pagodas y templos; conociendo gente cálida, afable, solidaria, que rinde un verdadero culto a sus ancestros.

Anduve por ciudades electrizantes, grandiosas, con comercios de todo tipo, uno al lado de otro, cada uno con su pequeño altar, y donde el peatón cruza las avenidas entre cardúmenes de motos que lo esquivan (en Hanoi hay ocho millones de habitantes y tres millones de motos); vi también aldeas encantadoras, donde perviven la tradición, los trajes de las distintas etnias, los extendidos arrozales, y una pobreza digna, donde cada uno vende algo o fabrica con sus manos algo vendible y hermoso. Y en todas partes, sedas, perlas, lacas, jade, Budas de todo tamaño y color.

Cuesta creer que por aquí pasó una guerra que nos tuvo en vilo a todos los que pertenecemos a cierta generación, aspirando a cierta ética.

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En Cu Chi, visitamos túneles subterráneos, comimos la comida de los guerrilleros, rendimos homenaje a los 44 mil caídos allí.

En Hue, en un cementerio sobre colinas, encendimos sahumerios que colocamos al azar, en algunas de las 2.200 tumbas de soldados desconocidos.

Cuarenta años después, Vietnam aún podría llorar a sus dos millones de muertos y autocompadecerse de los mutilados y del medio millón de niños nacidos con malformaciones como secuela de esa guerra ganada a los Estados Unidos y que duró 16 años.

El así llamado “agente naranja” sigue siendo un tema actual. Se trata de un herbicida (que llegaba en barriles de ese color); contenía un compuesto cancerígeno, la dioxina, y fue usado por los norteamericanos en su guerra química contra Vietnam. Fue rociado en más de 6 mil misiones de fumigación, en la tristemente famosa operación Ranch Hand. Diez millones de hectáreas de tierra fértil fueron arrasadas así, y un millón de personas tienen graves problemas de salud como secuela del agente naranja.

Hoy, Vietnam –y desde la reforma de 1986– es un país comunista (en lo político y social) y capitalista (en lo económico), donde rige una suerte de economía de mercado regulada. Lo que parecería ser una contradicción en sus términos ( “comunismo capitalista”) es una experiencia más que interesante, cuyo futuro ignoramos. Los vietnamitas que consulté al azar sobre esa apertura coincidieron en que ahora están mucho mejor que hace veinte años. Quizás estén disfrutando de algunos de los pequeños placeres que, en sus inicios al menos, ofrece el consumismo.

Pero quizás lo que más me impresionó de ese pueblo heroico –que se ha liberado de todos sus invasores y que ha superado sus propios conflictos Norte-Sur– es su falta de rencor hacia sus antiguos enemigos. A pesar de lo que les pasó, de las dramáticas consecuencias que aún padecen, no hay odios ni rastro de revancha.

Vi muchísimos turistas estadounidenses en Vietnam, hay relaciones comerciales entre ambos países, y hasta me topé con ex combatientes norteamericanos establecidos allí y casados con vietnamitas (¿Síndrome Vietnam? ¿Intento de reparación? Quién sabe).

Por todo esto, al llegar ahora a Buenos Aires, después de 28 horas de vuelo y al ver que, en medio de hechos muy graves, “la grieta” social está más presente que nunca entre nosotros, estoy perpleja. No me gustan las comparaciones, pero ésta se me hace inevitable.  

Luego de una guerra atroz, un país pobre como Vietnam (con un ingreso per cápita bajo, con serios problemas de vivienda) está floreciendo, y hay un pueblo vivo, unido, que recuerda lo que le sucedió (basta recorrer su Museo de la Guerra en Saigón) pero que, sin odios, mira hacia delante.

Aquí, entre hermanos, todo es resentimiento y confrontación.

Ellos y nosotros; nosotros y ellos.  

*Escritora y columnista.