Me agarran justo a punto de salir de vacaciones en una palangana en la vereda de casa. No importa: el periodismo cultural es un sacerdocio y yo, llueve o truene, sano o enfermo, de vacaciones o durante el año, nunca dejé de escribir esta columna. El estipendio que gano en PERFIL es tan alto que sobran las razones para semejante esfuerzo. Como todas las cosas de la vida, veranear en la vereda tiene sus cosas buenas y malas. Entre las primeras, la más destacada es que el viaje es corto y no tengo que llevar demasiados libros en la mochila. Si se me acaba la lectura, camino unos pasos, tomo un libro y listo. De hecho, por ahora sólo me preparé dos libros, ambos ya leídos hace mucho, pero que con gusto releeré (además los llevo porque no puedo comprarme libros nuevos: los libros se han vuelto escandalosamente caros).
El primero es Memorias de un asesino, de Pierre François Lacenaire (Corregidor, Buenos Aires, 1972). Nacido en Francia en 1800, muerto en 1836, poeta romántico, estafador, ladrón profesional, desertor del ejército, mató en un duelo al sobrino de Benjamin Constant. Y también a su amigo Jean-François Chardon, a la madre de éste, y a un suizo en un confuso episodio en Verona. Finalmente fue condenado a muerte. Poco antes de pasar a la guillotina escribió el libro que nos atañe, que termina con una gran frase de una ironía pasmosa: “Llego a la muerte por mal camino, subiendo una escalera” (Luego se encontró una segunda versión con un final más convencional: “Adiós”). Pero antes del último chiste, Memorias de un asesino es un magnifico testimonio de principios del siglo XIX, mezcla de recuerdos personales, manifiesto revolucionario, confesión íntima, crónica de la decadencia de la nobleza y novela de costumbres. En sus páginas se encuentran pasajes como este: “Aunque no tenga que reprocharle ningún acto de injusticia, de arbitrariedad o de dureza al director de la prisión, no puedo dejar de quejarme de que se haya permitido tutearme”.
No tenía un gran recuerdo de La locura de un gentleman. Autorretrato de un psicótico en Inglaterra de 1830 hasta 1832, de John Perceval (Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1978, traducción de Ramón Alcalde), pero en su segunda lectura me resultó mucho más interesante. Hijo de un primer ministro de Inglaterra, fue diagnosticado como insano mental e internado dos años en institutos especiales. Luego de ese lapso, fue declarado sano y escribió esta especie de introspección, cargada de religiosidad, observaciones morales, culpa reprimida y un tono realista que anticipa la mejor prosa de Freud, la de sus casos clínicos. Sin el encanto literario y el reconocimiento intelectual de Memorias de un enfermo de nervios, de Daniel Paul Schreber, La locura… tuvo sin embargo más de un lector interesado en el texto (me enteré por la biografía de Barthes de Tiphaine Samoyault, que Foucault tenía un ejemplar sobre su escritorio durante su estadía en Suecia). Leamos algunos fragmentos: “En el año 1830 tuve la desgracia de verme privado del uso de la razón (…) Abro mi boca en favor de los mudos; y recuérdese siempre que hablo en defensa de la juventud y de la vejez, de la delicadeza, modestia y ternura femenina (…) que escribo en favor de los pocos que son objeto de sospecha o alarma para una sociedad que, demasiado absorbida por los negocios (…) es capaz de tratar a estos objetos de su miedo con lunática crueldad”.