El tiempo se oye, se mira, se sufre, se calcula, se cuestiona, se lee. Sí, se lee. Y aunque nadie sepa con seguridad lo que es el tiempo (pasa como con el cero, la inteligencia y la electricidad), estuve leyendo una novela en la que el tiempo lastima, una novela de esas que le hacen algo a quien lee, algo que le llega desde los ojos vía los epiplones hasta el caracú, y ya se sabe que una buena novela es un semillero de ideas y visiones y proyectos. En esta novela, que es excelente y de veras le hace cosquillas en el ánima al lector (dije ánima, en efecto; no ánimo), hay un relojero. No es que sea un personaje principal; ni siquiera aparece, ni siquiera está ahí: se habla de él, eso es todo. Pero a mí me gustó eso del relojero y pensé, misteriosos saltos del pensamiento, en el Sombrerero Loco. Caramba, díjeme muy finamente, en vez de un sombrerero debió haber sido un relojero. ¡Mírenme a mí enmendándole la plana nada menos que a Lewis Carroll! No importa: yo leo. Y si hay quien lee, debe haber, además de alguien que establece un pacto con él o ella, un cacho de resignación para aguantarse (quien escribe) lo que opina el otro o la otra (quien lee) sobre lo escrito. Listo, amén, ite pactum est (esto último es latín macarrónico). Relojero entonces. ¿Por qué? Ah, la cosa es complicada. Un sombrero es, simplemente es. Está ahí, en una vidriera. O en un perchero. Sobre la cama no que es yeta. O en el ángulo superior izquierdo del respaldo de una silla. O guardado en una sombrerera redonda de esas que usaba mi abuelita. Está. No pasa nada. Un sombrero no vuelve loco a nadie salvo a aquella señora cursi en Testigo de cargo. Un reloj es otra cosa, definitivamente otra. Para empezar, tiene algo que se mueve (digresión: en un sombrero se mueve el ala, a veces: o con el viento o con los designios de Audrey Hepburn en cuanto al sombrero de Humphrey Bogart); para seguir, hace ruido. No todos, ya sé. Los de cuarzo no. Pero los relojes respetables hacen ruido o aunque sea un ruidito. Tienen su canción, esa canción que tanto en la realidad como en la literatura es ya clásica: tic-tac, tic-tac, etc. Y, maravilla de atracción y de locura, ¡miden el tiempo! Un reloj, el mío, el suyo, el de los tribunales, nos dice que volvieron las Fiestas. Y yo me pregunto: ¿cuánto habría tardado un sombrero en avisarme que tengo que decirles Felices Fiestas?