Últimamente me acuesto pensando que no me acuerdo nada de lo que leo. He reseñado libros que pasaron inmediatamente al desván de mi memoria y solo me dejaron la sensación de que el autor o el título resultan vagamente familiares. Ayer me acosté, por ejemplo, leyendo al australiano Gerald Murnane, un escritor que suele aparecer en estas columnas acompañado del pedido a los editores nacionales de que traduzcan su obra lo antes que puedan. Me dormí en medio de la lectura, pero esa es una buena señal: Murnane produce paz de espíritu y relajación en la mente lo mismo que Proust, remedio infalible para el insomnio.
Cuando me dormí, leía un ensayo que lleva el extraño título de “Some books are to be dropped into wells, anothers into fish ponds” (algo así como “Algunos libros deberían tirarse a un pozo, otros a un estanque para peces”), que forma parte de una colección editada bajo el título Invisible yet enduring lilacs (“Lilas invisibles aunque duraderas”), alude a las lilas de Swann en Combray y al color de la chaquetilla de un jockey y toca así las dos pasiones de Murnane, la literatura y las carreras de caballos. El ensayo, que tiene las obsesivas e imprevisibles vueltas de su obra, empieza hablando de los libros que leyó pero de los que no se acuerda nada. Uno de ellos es El Quijote, del que no puede citar una sola frase ni tiene presente una sola imagen. El haberlo olvidado lo lleva a pensar que bien podría haberlo tirado a un pozo en lugar de leerlo. Pero un poco intimidado por la herejía decide repetir como un mantra la frase: “Don Quijote, de Miguel de Cervantes, es uno de los más grandes libros de ficción de todos los tiempos”.
La invocación ritual no le devuelve a la conciencia ningún pasaje del Quijote pero, en cambio, recuerda otra cosa: el haber pronunciado esa misma frase en discusiones con otras personas, tomándola prestada y sin creer en ella. La impostura le produce una vergüenza retrospectiva y piensa si no sería correcto buscar a todos aquellos a quienes les habló por boca de ganso y pedirles disculpas. Pero se arrepiente de su propósito cuando empieza a sospechar que aquellos con los que discutía sobre los grandes libros de la historia, bien podrían recordar tan poco de esos libros como él mismo. Y después se convence de que hay cierta distinción en recordar menos del Quijote que cualquiera de las personas ilustradas que conoce. Argumenta que Borges, con toda su imaginación, pudo imaginar a alguien como Pierre Menard, que podía reproducirlo sin darse cuenta y, sin embargo, nunca se le ocurrió pensar en un caso como el de Murnane, el campeón de los olvidos.
El ensayo se interna después por caminos todavía más insospechados, pasa por Melville, por la obra del propio Murnane y, hacia el final, aparece Musil diciendo que estamos equivocados al creer que el yo es el elemento inestable de un mundo firme cuando ocurre lo contrario: un mundo inestable flota a la deriva en el corazón de cada uno de nosotros. El lector de Murnane será premiado con los dos párrafos maravillosos que siguen a esa frase. Es lo que me ocurrió esta mañana, cuando terminé de leer y me di cuenta de que había subrayado la frase de Musil, es decir, que ya la había leído y no recordaba siquiera que Murnane menciona que nació sin sentido del olfato.