Me indigno con Mariana Muscarsel Isla, que acaba de publicar su primera novela, Casino casa grande. En la solapa dice que es música y activista. No se aclara qué música hace ni en qué activa, pero una pista de esto último es que se refiera a su ciudad de nacimiento (1987) como Fiske Menuco, aunque por ahora (hasta que los activistas triunfen en Río Negro) se trata de General Roca. En cuanto a la música, me extrañó que apenas se hiciera referencia a ella en la novela. Salvo en la última página, donde bajo el título “Soundtrack Casino casa grande” hay una lista de 17 canciones (ya que nos ponemos quisquillosos, ¿por qué no “bandas de sonido”?). Entre algunos nombres conocidos, como The Clash, Bowie o los Ramones, aparecen cuatro temas de Manada. Busco primero en Google y descubro que Muscarsel toca la guitarra y canta en el grupo. Voy luego a Spotify y pongo los temas de Manada, que resultan de una precariedad extrema.
Si me molestan el activismo y la faceta musical de la autora, no parece haber forma de que me pueda interesar su escritura. Y, sin embargo, ocurre lo contrario: la novela está muy bien. Empieza con una hermosa cita de Susana Thénon: “Solo yo conozco el dolor/ que lleva mi nombre/ y solo yo conozco la casa de mi muerte”. Y el libro habla de la casa del dolor de la protagonista, de cómo lo va descubriendo a lo largo de los años, entre la infancia y la temprana adolescencia. Especialmente los estragos que produce un padre jugador, despótico y falto de afecto. Pero también aparecen el aburrimiento de la escuela, la falta de solidaridad entre vecinos, el silencio a propósito de algunas historias familiares, como la de la tía abuela lesbiana. Muscarsel va contando todo de a poco y así va develando el camino hacia una vida adulta que comienza bajo el signo de la tristeza.
Mucho más turbulenta y muy fluida es otra primera novela en primera persona: Mapas terminales, de Lucila Grossman, porteña, 24 años. Hay algo feroz en este libro que María Moreno ubica desde la contratapa en la “ciencia ficción trash”. No estoy seguro de que califique como tal, aunque la protagonista dé a luz un engendro al que llama Protón, que los médicos le quitan en la sala de partos y con el que se comunica por videoconferencias telefónicas. Más que un seguimiento de la anomalía biológica, la novela es un retrato de un grupo de jóvenes de clase media que se aburren, se drogan (hay una fiesta electrónica que describe con intensa precisión las sensaciones bajo el éxtasis), no trabajan, miran porno, deambulan, duermen irregularmente y tienen cierta conexión con el arte, ciertos códigos que les permiten distinguir lo que es auténtico por oposición a lo “humilde” (ya sea por bonito o por comprometido). “Laura escribe hermoso, tiene inteligencia estética. Antes sus textos eran más pretenciosos y salteaba la experiencia”, anota Grossman. En algún momento menciona la música que escuchan y nombra a The Constructus Corporation y a Fred Weasley and the Horny Horns. Pero no es “Weasley” sino Wesley el trombonista funk al que alude. Esa desatención me indigna un poco: como Muscarsel, Grossman se permite ser arbitraria con los nombres. No importa si es por militancia o por descuido: la precisión ennoblece al arte tanto o más que la experiencia.