Tal vez el libro más estimulante que leí este año sea Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios de Cynthia Ozick. Ozick tiene 92 años y está cada vez más lúcida, más sutil y más brillante. El libro está atravesado por una obsesión fecunda: la convicción, casi contra toda evidencia, de que el tiempo y la ignorancia no sepultaron del todo lo que la cultura tuvo alguna vez de viviente. La guerra de Ozick contra el olvido va ganando batallas a medida que pasan las páginas de sus ensayos: el lector no puede menos que internarse ardientemente en los territorios que señala Ozick, lanzarse a leer y a conocer. Para alguien que no frecuentó a Saul Bellow, como es mi caso, el capítulo a él dedicado me obligó a reprogramar las lecturas de mi próximo fin de semana. Trascender lo kafkiano me hizo sentir la tentación de negociar con el FMI para comprar la biografía en tres tomos de Reinier Stach, que Ozick bendice por ser una aproximación que no desmiente una de sus frases definitivas: “Quienquiera que pronuncie ‘kafkiano’ no ha ni entendido ni intuido ni sentido la impresión de las invenciones de Kafka.”
El capítulo dedicado a los hebraístas estadounidenses, una generación de poetas y eruditos de una calidad altísima que pasó casi completamente inadvertida, tanto en su país como en Israel, es otro ejemplo de la dirección hacia la que se mueve Ozick: ella misma se culpa de haberse mostrado desatenta de joven y permitir que la barbarie letrada sepultara no solo a un grupo de escritores valiosos, sino la propia historia de la cultura judía. Esos contemporáneos de Kafka son, como Kafka mismo, un punto de entrada a un mundo de enorme riqueza que el horror del Holocausto y la hegemonía protestante en las letras americanas volvieron homogéneo.
El diagnóstico que hace Ozick del mundo literario contemporáneo incluye a estudiantes de escritura creativa para quienes la lectura es una carga y “parecen convencidos de que sus propias vidas son incentivo suficiente”, editores que “prefieren la melaza, tratar una ficción ordinaria y edificante como una novela genuina”, poetas que componen “epifanías para mequetrefes”, académicos que con “sus ideologías limitantes, densamente politizadas y prodigadas en una suerte de jerigonza multisilábica, han remojado en dogma la literatura durante décadas”. Pero, dice Ozick: “El verdadero problema no reside en lo que está sucediendo sino en lo que no está sucediendo. Y lo que no está sucediendo es la crítica literaria”. Entre los tesoros que el libro invita a compartir está el trabajo de los mejores críticos norteamericanos, los que alguna vez le dieron a la literatura un horizonte. Entre ellos, Ozick destaca la figura de Lionel Trilling, influyente profesor de Columbia, que siempre quiso escribir novelas pero solo pudo completar una: A la mitad del camino (1947), uno de cuyos personajes está basado en Whittaker Chambers, odiado desertor del aparato clandestino del Partido Comunista que después se haría famoso por el caso Hiss. Es una curiosidad apasionante, sobre todo por la precisa descripción de la mentalidad de los intelectuales norteamericanos decididos a ignorar los crímenes de Stalin. La defensa de los tiranos bajo la falsa excusa de que están del lado de los oprimidos sigue siendo uno de los misterios de la mente humana.