Las series de televisión son un objeto particularmente inasible para un crítico: ¿cómo hablar de algo que se modifica, se estira o se acorta en función de la audiencia, se produce con la intención de que haya siempre una temporada más pero puede cancelarse abruptamente, donde cambian guionistas y directores con la resultante mutación en el estilo visual, el tono moral y las características de los personajes, que hasta pueden aparecer o desaparecer por razones contractuales? Y un largo etcétera. Las series, además del arte contemporáneo, han logrado abolir la crítica. No es que los viejos críticos de cine no lo intenten, pero fracasan frente a la extensión y la incoherencia. Pero, a diferencia de las instalaciones o de las obras que se exhiben en los museos, las series no tienen un mercado restringido y una curaduría selecta, sino un público masivo que, si algo hace, es opinar sobre ellas. Y opina de un modo horizontal, caótico, sucinto. En una frase, el espectador despacha la experiencia de algo que siguió durante años o devoró en fines de semana intensivos.
La opiniones sobre las series suelen ser muy contundentes. Y forman parte de la memoria colectiva de los consumidores audiovisuales de este siglo. Estamos frente a una humanidad que tiene un patrimonio cultural que no analiza. Tuve una prueba de este fenómeno cuando nuestra amiga Gabriela le contó a Flavia que ella y su marido Javier se habían enganchado con una serie de espías llamada Homeland. Antes de verla, pregunté en Twitter si la conocían y la cantidad de respuestas me hizo pensar que yo era el único que no la había visto. Las opiniones, salvo alguna divergencia sobre las mejores temporadas, eran muy elogiosas.
Después de años de evitar la series, tanto las malas como las buenas, de rechazar los grandes clásicos del género y asomarme solo a un par de episodios de Los Sopranos, The Wire, Mad Men o Breaking Bad, sucumbí ante las dos primeras temporadas de Homeland. Me rendí extasiado, tuve una epifanía, pasé momentos de una felicidad intensa. Así lo comuniqué en Twitter, pero agregué que dudaba de seguir viendo para no desilusionarme. La mayoría de las respuestas me alentaron a seguir. Veremos. Pero ¿qué es lo que me produjo tamaña excitación en la serie? Acaso que la narración sostenga su grado de inverosimilitud extrema, acaso la absoluta excentricidad de los personajes, acaso la intensidad de la pasión romántica, el ingenio de los golpes del guión, la absoluta compenetración entre las subtramas, el encanto de la protagonista, la descripción del mundo de la política en Washington, la belleza de las locaciones, la idea central de que es imposible conocer a nadie y que nadie se conoce del todo, la fluidez de una filmación serena y un montaje sin saltos, la salutífera influencia de John Le Carré y de Alfred Hitchcock, la indefensión de los individuos frente a los aparatos del poder, la oscura malignidad de los malvados y su capacidad de seducción.
No voy a contar nada de la serie. Ni siquiera voy a decir el nombre de la actriz que hace el papel protagónico y me dejó totalmente enamorado. Con un click se averigua todo eso, aunque probablemente se termine sabiendo más de lo que a uno le conviene. Las series, las buenas y las malas, merecen que no se hable de ellas.