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Potencia e impotencia política

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ALTERNANCIA. El verdadero ciclo no fue derecha o izquierda, sino dicisionismo o republicanismo: De la Rúa, Néstor y Cristina Kirchner; Macri, Fernández y Milei. | cedoc

Probablemente el clivaje de la política peronismo-antiperonismo sea solo una máscara que encubre el verdadero divisor de aguas del inconsciente colectivo de la sociedad argentina y finalmente el alma del país.

Y tampoco sería, como parecería serlo, el clivaje entre tendencias de derecha y de izquierda como en nuestros vecinos en Chile este domingo, Uruguay el año pasado y Brasil el próximo.

La otra hipótesis que anida más profundamente en el interior de nuestra subjetividad compartida colocaría ese clivaje en el orden de los sentimientos y las emociones más que del pensamiento lógico o ideológico. Haciendo que nuestro verdadero divisor de aguas se encuentre entre decisionismo y republicanismo. Y que el ciclo corto que nos lleva de un punto al otro del péndulo esté empujado por la desazón frente a la impotencia de un gobierno respetuoso del sistema democrático que fracasa en producir cualquier modificación a la situación previa a la que fue elegido por otro que propone ejecutar cambios y exhibe como condición distintiva su potencia.

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Esto explicaría la irrupción de Javier Milei y cuál fue el atributo que lo catapultó de la nada a la presidencia. Que tras la frustración de la impotencia por producir modificaciones de la realidad heredada tanto de Mauricio Macri como de Alberto Fernández, la sociedad estaba hambrienta, casi con síndrome de abstinencia, de alguna forma de potencia que garantizase la suficiente energía para empujar la realidad, aunque fuese en una dirección desconocida.

Cuando el clima es de urgencia, es tiempo de decisionistas. La ansiedad no espera y promueve la radicalización, que no es ideológica, porque puede ser tanto de izquierda o de derecha. La discusión de esos momentos es siempre shock versus gradualismo.

Esa fuerza de transformación del status quo también la representaron Carlos Menem en 1989 y Néstor Kirchner en 2003. Pero cuando la potencia se desgasta, resulta excesiva y/o cumplió su papel, la demanda pasa a ser por un presidente republicano, moderado, cumpliendo el impulso del péndulo en el sentido inverso, y de donde surgen presidentes que se presentan como aburridos, en el caso de Fernando de la Rúa después de la orgía menemista, o como Mauricio Macri investido por el republicanismo de Elisa Carrió y el partido radical cuando hace una década aún le quedaba el sello institucional, después de una docena de años kirchneristas.

Resulta muy significativo prestar atención a que tanto De la Rúa como Macri prometieron en su campaña mantener los logros que les dieron permanencia a quienes vinieron a sustituir: De la Rúa comprometiéndose con mantener la convertibilidad aún más que el candidato del mismo partido de Menem, y Mauricio Macri que prometió conservar hasta Fútbol para todos produciendo solo mejoras. En ambos casos se planeaba un cambio estético garantizando que no habría pérdidas sobre aquello que habría mejorado la calidad de vida.

Cuando el clima es de urgencias, es tiempo de decisionistas, y la ansiedad promueve la radicalización.

Volviendo a shock versus gradualismo, resulta también significativo que los cambios sociales que perduraron en todas las épocas y naciones fueron aquellos que se realizaron gradualmente. Pero para Javier Milei, el llamado “consensualismo transaccional” fue la causa del fracaso de los planes de estabilización que precisaron hacer concesiones para conseguir aprobación y posterior apoyo. Así como cree que en economía los monopolios no son nocivos porque si lograron constituirse es porque tienen el mérito de ser ventajosos para los consumidores, lo mismo trasladado a la política sería el autoritarismo que devenga de una hegemonía política.

El megadecreto 70/2023, la megaley Bases, el RIGI y ahora la llamada ley de modernización laboral son importantes, más allá de su utilidad como actos simbólicos de potencia y capacidad de acción. Se autovalidan en su propia intención de acción independientemente de los resultados que ellas produzcan. En algún sentido, el gesto supera la gestión, su puesta en escena se transforma en un sinónimo de potencia, de vitalismo político que la demanda de sus seguidores aplaude y valora para dejar atrás una época que se percibía seca de innovación.

Sostuvo Carl Jung que “no se libera de una pasión tratando de no sentirla, sino atravesándola”. El menemismo, el kirchnerismo –falta ver si el mileísmo– terminan alcanzando cierta duración, todos se agotan tras una resaca autoinflingida por su propia intensidad.

Cristina Kirchner atraviesa en 2025 la misma obsolescencia que padeció Menem en 2003, y Milei, aun si pudiera escapar del corset de un ciclo corto (ahora hasta se ironiza con ocho años de Javier y ocho de Karina), también correrá la misma suerte, porque todo ciclo político se agota y lo sustituye alguna forma de antítesis.

Le asignan a Carlos Menem sostener que para gobernar de verdad hay que no pensar en “el día después”, el día que no se será presidente, que no se tendrá el poder, porque esa sola idea inhabilita la acción frente a las consecuencias siempre fortuitas de las decisiones del presente.

Pero ya sea si Javier Milei es ese tipo de presidente que puede no pensar en el día después, o no, igual lo sucederá alguna forma de antítesis, y es importante comprender si esa antítesis sería ideológica: derecha-izquierda, sociocultural: peronismo-antiperonismo, o metodológica: decisionismo-republicanismo. Y esa compresión se encuentra en la propia causa del surgimiento de Milei: la constelación de impotencias entre Mauricio Macri y Alberto Fernández. En el origen está escrito su destino. Y el nuestro como sociedad.