El Presidente, aparentemente, desea ir por todo. Un paso más allá de sus logros en la economía.
A diferencia de su estilo del primer bienio, dialoga, personalmente y a través de sus colaboradores. Hasta han desaparecido felizmente las agresiones verbales.
Desea negociar, una clave para cualquier gobierno democrático.
Tendría desde el 10 de diciembre un bloque de más de 80 legisladores, instrumento imprescindible para motorizar su plan basado en una amplia reforma laboral, (autodenominada modernización), acelerar privatizaciones y mayor reducción del Estado, (tarea intentada en el primer proyecto de Ley Bases, cercenado por la entonces mayoría opositora), reformas impositivas, y modificación del Código Penal.
Párrafo aparte –a pesar de lo elogiable que supone ser este plan de acción–, el peso legislativo debería aplicarse también a las designaciones del devastado Poder Judicial, uno de cuyos vacíos no menores es la rémora para completar la precaria actual Corte Suprema, iniciativas no demasiado mencionadas hasta el presente.
En este contexto, este ambicioso plan tiene su apoyatura en la desorientación que exhibe todo el arco político no oficialista.
Fundamentalmente la aún principal oposición: el kirchnerismo en sus diferentes vertientes ha sido incapaz de mostrar una renovación de ideas y de figuras. Encadenó fracasos, con su aún jefa partidaria presa e inhabilitada, que se mantiene todavía como su principal referencia nacional. Y no emergen en el horizonte alternativas sólidas a esa conducción, a pesar de los deseos del gobernador bonaerense, alicaído por su última performance electoral y sus propias limitaciones.
En ese mismo sentido, la central obrera ha renovado su conducción, otrora altamente combativa, para esbozar un perfil más dialoguista con los proyectos del oficialismo.
Y completan un cuadro más augural las señales y las acciones del gran amigo del Norte, cuyo apoyo ha sido decisivo, no solo para posibilitar un panorama más optimista, sino que en la práctica, con su enorme soporte financiero, evitó un mucho más que posible colapso de las finanzas públicas y, por ende, del propio gobierno libertario.
Por su parte, una vez más la economía da suficientes muestras de ser una frazada corta. Nunca, todos los objetivos se pueden cumplir simultáneamente.
El plan maestro del Gobierno, expresado desde siempre y llevado a la práctica en la primera mitad de su gestión, ha sido sanear las finanzas públicas, no emitir consecuentemente, como la llave maestra para derrotar ese eterno flagelo argentino –uno de los pocos países del mundo que lo sufren– que es la inflación ya casi eterna.
Y los logros en esta materia han sido, por qué no decirlo, espectaculares y reconocidos en todo el mundo económico y financiero.
No obstante, las señales económicas invitan a la prudencia. La actividad sufre un estancamiento. La industria y la construcción siguen en caída. Las noticias sobre el cierre de fábricas han vuelto a escena. Costos seguramente obligados por el proceso desinflacionario, pero que la explicación de los efectos inevitables y no deseados del plan económico en marcha no mitiga el malestar de quienes los sufren.
En un escenario donde ha tomado centralidad el bochornoso y múltiple espectáculo de la corrupción –en el estado perokirchnerista (la causa Cuadernos en marcha), en el ámbito del fútbol, etc.–, tarea obligada del actual Gobierno es también reconstituir la fe en un aspecto casi olvidado: el respeto a la institucionalidad, en todos sus ordenes, acatando y haciendo acatar la ley, y logrando que el Parlamento sea el espacio donde el diálogo político constituya el vehículo de construcción de una nueva y esperanzadora argentina.
Que así sea.
* Economista. Presidente honorario de la Fundación Grameen Argentina.