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Sherezade y Cenicienta

Para paliar las tristezas del confinamiento, le pido a Flavia que me cuente cuentos. Todos nos merecemos nuestra Sherezade.

Albert Adrià
Albert Adrià | Cedoc

Ayer pasé por la peluquería de al lado y había un cartel en el que decía que no atendían más a los mayores de 60 debido al protocolo. “Protocolo” era una palabra que solía tener una connotación inofensiva, incluso amable, que hacía pensar en los buenos modales, pero ha pasado a ser sinónimo de prohibición. Después resultó que el peluquero, que estuvo sin trabajar cuatro meses, había entendido mal las reglas que se aplican ahora. Pero en un país donde el presidente prohíbe por decreto las reuniones sociales y familiares, no es extraño que los particulares sobreactúen las disposiciones oficiales. Así transcurren los absurdos días de la cuarentena y su constelación de tonterías.  

Para paliar las tristezas del barbijo y el confinamiento, le pido a Flavia que me cuente cuentos. Todos nos merecemos nuestra Sherezade y Flavia es una campeona en la materia. Su especialidad son los libros o películas que tienen algo de mágico. Cuando cuenta, revive el entusiasmo que le produjeron, y no solo me lo contagia, también me ahorra tiempo, porque su versión supera al original y puedo dedicarme a hacer mis propias tonterías, como mirar fútbol. Ayer me contó un capítulo de la serie Chef’s Table, que está dedicada a la gastronomía. Trataba sobre una mujer de la India, descendiente de una familia tradicional en la que la llegada de la segunda hija, cuya dote los padres deben agregar a la de la primera, es una maldición que no se celebra sino que se trata como un velorio. La mujer se casó finalmente con un profesional que se fue a vivir a Londres. Allí vivió la vida de las mujeres asiáticas en esa ciudad muy discriminadora: soledad, aislamiento en la propia comunidad, trabajos muy mal pagos, nostalgia por su país. Entonces volvió un tiempo a la India y su madre le enseñó la cocina ancestral. A la vuelta, se puso a organizar comidas para sus amigas del barrio. Eran tan buenas que poco después lo empezó a hacer profesionalmente. De la casa, ayudada por las amigas, pasó a un pub y de allí a fundar su propio restaurante, donde un día entró un crítico que quedó fascinado y, como el príncipe de Cenicienta la convirtió en una celebridad (este toque es común a muchos capítulos). Con parte de lo recaudado, la cocinera creó una fundación en la India dedicada a celebrar el nacimiento de la segunda hija. Colorín, colorado.

Una historia hermosa, un cuento de hadas que Flavia me contó mucho mejor de lo que lo hago acá. Pero me quedé pensando en el futuro de la gastronomía bajo las leyes de los sultanes del pánico organizados por la OMS. Es posible que lleguemos a los mil y un días sin restaurantes y, así, las series sobre gastronomía parecerán de otra era geológica. De todos modos nos pusimos juntos a ver otro capítulo de Chef’s Table, esta vez dedicado a Albert Adriá, el hermano menor de Ferrán Adriá. Albert se separó del Ferrán y tiene sus propios restaurantes. Al principio, quiso hacer una cocina tradicional, pero el público le exigió que volviera a la vanguardia. Sufre porque no se le da la importancia que le corresponde a sus contribuciones. Termina diciendo que, de ahora en más, trabajará para ser recordado. Este muchacho está más despistado que nuestro peluquero. Flavia jamás me hubiera contado una historia de gente tan necia.

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