El otro día, Guillermo Piro protestó en Twitter por el mal uso que se le da al término “saga”. En sentido estricto, una saga es una historia que transcurre a lo largo de varias generaciones, como en la literatura medieval escandinava. Piro afirma que Cien años de soledad es una saga, aunque Wikipedia informa que una saga debe estar “dividida en episodios, actos o volúmenes”. Más raro es el caso de La guerra de las galaxias. El proyecto era el de una saga, pero si George Lucas hubiese muerto después de terminadas las tres películas iniciales del ciclo (que corresponden a los episodios IV, V y VI), no lo sería tanto. De hecho, el escaso espesor narrativo y simbólico de todo el asunto la aleja de cualquier comparación con sus supuestas referencias.
Pero creo que si “saga” se usa en un sentido amplio (espurio, diría Piro) para los relatos que tienen los mismos personajes y se desarrollan a lo largo de distintos volúmenes, sean escritos o audiovisuales, es porque la palabra “serie” tiene dos significados casi opuestos, que conviene distinguir de alguna manera. Las que se suelen llamar erróneamente “sagas” y las que consisten de “capítulos unitarios”. Ejemplo de las primeras (las llamaremos “tipo A”) serían Twin Peaks, de las segundas (“tipo B”), Los Vengadores, adorada por una generación que no siempre recuerda que Diana Rigg no actuaba en todos los capítulos. Ambas categorías tienen episodios y temporadas pero las B son como películas (películas que no forman parte de una serie, el asunto puede complicarse infinitamente). En las A, la historia se interrumpe y continúa en la unidad siguiente. En literatura, las novelas que conforman Una danza para la música del tiempo de Anthony Powell la vuelven del tipo A, mientras que la colección de casos del Maigret de Simenon es claramente una serie de tipo B.
Supongo que en algún momento el idioma hará la distinción: si existen “todes” y “alumnxs”, por qué no inventar un par de palabras que salden esta discusión irrelevante. Mientras tanto, voy a referirme a la primera vez que me encontré con el concepto de serie de tipo A. Fue a través de mi abuelo, quien en su juventud asistía cotidianamente al cine para ver los viejos seriales, esos que dieron lugar a la palabra cliffhanger, en los que alguien quedaba colgando al borde de un precipicio, y al parecer caía, aunque era milagrosamente rescatado en el episodio siguiente. Mi abuelo estaba muy impresionado por uno que se llamaba La mano que aprieta. Cuando mi abuelo hablaba de él, me llamaba la atención ese pasaje entre un episodio y otro, algo que no aparecía en las series de televisión que yo veía en la época, al principio de media hora (Patrulla de caminos, Lassie) y luego de hora entera (Los Intocables, Cheyenne). La misma distinción entre A y B aparecía en las historietas que leía entonces, en las que me molestaba mucho el “continuará”.
Y ya que queda espacio, voy a hablar de mi última serie. Jack Taylor está basada en las novelas del escritor irlandés Ken Bruen. Los libros son mejores y se meten en la piel del que acaso sea el detective más alcohólico de todos los tiempos. El tipo se pesca unas curdas tan tremendas que no sabe qué pasó en el medio, lo que obliga a la serie a ser de tipo B. Hasta podría serlo dentro de cada episodio.